Azúcar: De lujo colonial a riesgo en la salud
Humanidades en la Medicina
Las investigaciones evidencian paralelismos entre las drogas de abuso y el azúcar desde el punto de vista de la neuroquímica del cerebro
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Con el verano se nos despierta una relación idílica con el azúcar, que nos plantea la controversia entre endulzar la vida y proteger la salud. Hoy, muchos productos destacan la falta de azúcar como valor positivo, sin olvidar que fue un bien de lujo y de estatus social.
En la actualidad, el azúcar está demonizado, destacando las bebidas que se anuncian como cero azúcares, planteándolas como un gesto de avance dietético. Saltó de auge estatutario de lujo para las clases acomodadas a una necesidad para las menos pudientes, pasando por el esclavismo comercial y, en nuestros días, culpable en parte de la obesidad y de otras enfermedades crónicas.
Tanto es así que en 2020 se cifraron en 2,2 millones los nuevos casos de diabetes tipo 2 y en 1,2 los de enfermedades cardiovasculares atribuibles al consumo de bebidas azucaradas. En el libro The World Corrupted: En From Slavery to Obesity, de James Walvin, se describe cómo el azúcar se vinculó profundamente con la esclavitud a través del comercio triangular entre Europa, África y América.
Se transportaban esclavos hacia plantaciones en el Caribe y América para producir azúcar, algodón, tabaco, cacao y café. Este sistema, aunque rentable para Europa, tuvo un coste humano inaceptable, llegando a ser del 30% de mortalidad en el llamado “pasaje del medio”, y que perduraría hasta el siglo XIX.
A medida que se fueron extendiendo las plantaciones de la caña de azúcar, el azúcar dejó de ser un lujo para convertirse en un producto de consumo masivo. La industrialización dio paso al aumento de producción de preparados endulzados, y en los siglos XVIII y XIX, el azúcar se vinculaba a una preocupación médica por sus efectos en la salud bucal, exacerbada por la higiene deficiente de la época, además de obesidad y diabetes.
En el siglo XIX, el azúcar de remolacha empezó a competir con el de caña. Napoleón la impulsó tras el bloqueo del comercio británico. Con ello disminuyó temporalmente la dependencia del azúcar de las colonias y, tras el Tratado de París de 1814, el azúcar de caña resurgió.
Desde entonces, el azúcar ha pasado de ser un producto comercial a convertirse en ingrediente alimentario globalizado y, atendiendo a la transición nutricional, observamos que las bebidas edulcoradas con azúcar se comercializan en gran medida en países de ingresos bajos y medios, afrontando consecuencias para la salud a largo plazo.
Necesario para el metabolismo cerebral
Pero, como todas las cosas, debe existir una proporción en lo que comemos y en lo que bebemos. El azúcar es necesario para el metabolismo cerebral como principal fuente de energía; el cerebro consume el 20% de la glucosa. Sin glucosa suficiente podemos experimentar fatiga y alteraciones en la cognición. Pero puede provocar dependencia y adicción. La glucosa puede ingerirse a través de los productos naturales y debemos alejarnos de los refinados.
Hablamos de adicción al azúcar porque, según los investigadores, tanto en animales como en seres humanos, hay evidencia de paralelismos entre las drogas de abuso y el azúcar, desde el punto de vista de la neuroquímica del cerebro. Tiene que ver con el sistema de recompensas al liberar dopamina en el núcleo accumbens del cerebro, de una forma similar a como lo hacen la cocaína o la nicotina. El azúcar estimula la secreción de serotonina y dopamina, pero a su vez puede causar tolerancia y dependencia.
Pero, además de ingerir el azúcar en forma de glucosa, también lo consumimos en forma de fructosa, que aunque los dos son monosacáridos, presentan similitudes y diferencias. Ambas deben consumirse con moderación y optar por las fuentes naturales y evitar productos procesados.
La fructosa se transforma en el hígado en glucosa, glucógeno, lactato y grasa, pudiendo causar dislipemia y efectos metabólicos adversos. El azúcar de mesa que consumimos es sacarosa, formada por 50% de glucosa y 50% de fructosa. El consumo excesivo de sacarosa induce a la resistencia a la insulina y a la acumulación de grasa en el hígado.
Edulcorantes artificiales
El sabor dulce forma parte de lo que es apetecible para la mayoría de las personas, y este atractivo lo manejamos incluso emocionalmente cuando decimos dulce vida o endulzar una situación. Por este motivo hemos de valorar los edulcorantes artificiales no calóricos como sustitutos del azúcar, como la sucralosa, el aspartamo o la sacarina.
Estos no siempre desempeñan la labor encomendada de pérdida de peso y control de enfermedades metabólicas, sino que nos pueden llevar a un aumento del apetito, cuando no, hacia alimentos dulces al percibir el cerebro el sabor edulcorado como fuente de energía, que no es real.
Los edulcorantes artificiales, además de alterar la microbiota intestinal, predisponen a la resistencia a la insulina y a eventos cardiovasculares. El 15 de mayo de 2023, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó una directriz sobre los edulcorantes no azucarados, desaconsejando su uso.
Para un consumo consciente, nos enfrentamos a una paradoja donde, por un lado, la industria alimentaria nos presenta productos refinados y ultraprocesados, maximizando el efecto placentero del dulce y, por otro lado, los que tienen “0 azúcares” sin perder su sabor típico.
Quizás debiéramos reflexionar sobre los hábitos de nuestros ancestros, quienes obtenían sus alimentos de fuentes naturales con una ingesta nutricional más equilibrada. Optar por fuentes naturales de azúcar como frutas y carbohidratos complejos es la mejor opción, evitando el consumo de azúcares refinados y edulcorantes artificiales.
La clave está en la moderación, promoviendo un equilibrio adecuado sin comprometer nuestro bienestar. Pero es a nosotros a quienes nos toca decidir si queremos consumir productos naturales de forma comedida o inclinarnos por los que suponen un perjuicio para la salud.
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