La cordobesa que llegó a sacrificar su vida por amor
Elvira de Bañuelos fue obligada a renunciar a sus sueños para tratar de salvar la maltrecha economía de su familia y, tras ingresar en el convento de Santa Inés, planeó fugarse
Los Bañuelos fueron una principal familia cordobesa del siglo XV de origen burgalés. Vinieron a nuestra ciudad cuando Francisco Antonio de Bañuelos y Murillo fue nombrado canónigo de la Catedral de Córdoba. Su hermano Luis se casó con Elvira, futura marquesa de Valdeflores, y tuvieron dos hijos -Fernando y Alfonso- y una hija, Elvira. Tras la muerte de Luis de Bañuelos y de su esposa, el hijo mayor, Fernando, heredó el patriarcado y una hacienda descalabrada, que quiso remediar entregando a su hermana Elvira en matrimonio. El elegido por él, con la anuencia de Alfonso, fue el hijo de su amigo José Fajardo, Caballero de la orden de Calatrava, Pedro Fajardo, un hombre rico en propiedades y sobrado en años.
A pesar de las rígidas costumbres de aquella época, en que las jóvenes apenas se asomaban a las rejas como no fuese por algún motivo justificado, Elvira burlaría la vigilancia de sus hermanos por la calle llamada del Instituto o Colegio, entablando relaciones amorosas con Juan de Vargas, de familia ilustre pero de escaso patrimonio. De él se dice que "era un caballero muy noble y estimado", dotado de un trato exquisito, gentil y tan educado en "buenas gracias y costumbres que obligaban a quererlo".
Los hermanos de Elvira, dos bravos guerreros que en Flandes más de una vez supieron ganar laureles, le hablaron sobre el proyecto de casamiento, primero con halagos y después con amenazas, si no consentía ser la esposa de Pedro, ya que podrían abandonarla si el Rey quisiera tenerlos en la corte o donde fueran necesarios sus aceros. Ella se negó rotundamente, confesándoles su amor a Juan de Vargas, contrariando a sus hermanos.
Se le dio a escoger a Elvira entre el matrimonio con Pedro Fajardo o su reclusión en el convento de Santa Inés, en el barrio de la Magdalena. Y cuentan que un día de enero, lluvioso y triste, las campanas del convento anunciaron la toma de hábito de una nueva novicia. Bien pronto se supo que era Doña Elvira y la curiosidad de muchas personas y la lástima de otras llenaron la iglesia y el patio del convento.
Las puertas de la clausura giraron, dejando ver a la joven y su profunda pena. No pudo contener el llanto, las lágrimas brotaba de sus ojos, lo que causó gran consternación a los presentes. Camino del altar le susurraron los hermanos: "Aún es tiempo, Elvira, ¿consientes?". Y ella respondió "No", con entereza. La comitiva continuó hasta el templo y al entrar en el claustro las campanas la doblaron como muerta para el mundo.
Juan de Vargas, su prometido, estaba informado de cuanto ocurría. Habló con el sacristán -que era un viejo beatón-, al que se ganó con una bolsa de monedas, y acordaron la entrega de una carta en la que planeaba la fuga con su amada. Con lugar y día determinado, reclutó a un grupo de hombres que habrían de recoger a Elvira, mientras él esperaría con un coche de caballos en la plaza de la Magdalena.
Uno de estos amigos de Juan de Vargas, que le debía favores a los Bañuelos, puso en conocimiento de Fernando lo planeado. Los hermanos, iracundos y deseosos de venganza, llegaron a las callejas de Santa Inés con el fin de cortarle el paso. Después de un duro combate, mataron a Juan de una estocada. Mientras esto ocurría, Elvira se descolgó por una tapia y esperando encontrarse en los brazos de su amado, vio asombrada que la tenían cogida con fuerza sus hermanos, y tapándole la boca para que no gritara, la llevaron a una casa que tenían en la Ribera. Alfonso estaba gravemente herido. Elvira exclamó: "Ni lo admito como esposo ni al claustro vuelvo mañana, porque prefiero la muerte a no casarme con Vargas". Los mentideros dirían que la ahorcaron de una viga. Otros que, en un descuido, ella se suicidó al dejarla sola en un cuarto.
Después la llevaron nuevamente al convento y a fuerza de oro, antes de escucharse el alba, se celebraron las exequias como si hubiese fallecido de muerte natural. Otros refieren que llevaron el cadáver a su casa y que le dieron sepultura en el enterramiento que esta familia tenía en la nave del Sagrario de la parroquia de San Miguel.
La casa solariega de los Marqueses de Valdeflores estaba ubicada en la plaza de los Bañuelos. La familia vivió en sus casas principales en la collación de San Miguel y estuvo habitaba en el último tercio del siglo XIX por el abogado José de Illescas. Situada en el lugar más preferente del área donde existió la ciudad romana y en el centro también de la Almedina, se aprobó su demolición en 21 octubre de 1891, a pesar de la defensa que de su conservación como reliquia arqueológica realizó Rafael Romero Barros. Fue derribada por el alcalde José Tejón y Marín, al objeto de mejorar la circulación en la calle del Liceo, hoy Alfonso XIII, aduciendo además el deseo de que con la demolición desapareciese la suciedad de las callejuelas contiguas.
También recibió el nombre de plazuela de Mármol de Bañuelos por un fuste romano que estaba en su centro y del que decía la tradición que ahí era donde había sido amarrado San Zoilo para que le sacaran las vísceras con garfios por la espalda. Aún hay quien dice que a media noche, envuelta en una túnica blanca, en una casa del río, una mujer a gritos pide venganza.
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