Cordobeses en la historia

El Califa del toreo más generoso, en la vida y en los ruedos

EL 27 de noviembre de 1841, cuando Córdoba apenas comenzaba a soñar con una plaza en Los Tejares, nació Rafael Molina Sánchez. Fruto de la unión entre María, la hermana de un torero apodado El Poleo, y Manuel, un banderillero conocido por El niño Dios, creció como sus dos hermanos, entre la pobreza y las vaquillas, sin aprender a leer.

Con 11 años apareció por vez primera en los carteles de Córdoba, después de cambiar su apodo de El Chico, por otro más acorde con su nervio y su estética: Lagartijo. Destacó dentro de una cuadrilla jovencísima, a la que se decidió "placear" por el resto del país. Mientras seguía impresionando a la afición de dentro y fuera de Córdoba, vivía momentos históricos de la tauromaquia local, como la inauguración de Los Tejares o la muerte de Pepete. Formó parte de la cuadrilla de Carmona, aspirando entrar en la de Gordito, objetivo que cumplió, tras ofrecerse a trabajar sin remuneración. Corría el mes de septiembre de 1863 y comenzaba para él una serie de faenas memorables que le conducen, por la puerta grande, a la alternativa en Úbeda en septiembre de 1865, y a la confirmación en Madrid un mes después. Había nacido una saga, la de los Califas del toreo.

En adelante, su extraordinaria dimensión artística sólo tendría parangón al ser comparada con su inusual humanidad. Contaba Blanco Belmonte, en una evocación al maestro, que nunca aprendió a leer, pero alguna vez pidió el periódico esperando a un amigo en un casino de Córdoba. Éste, al llegar, soltó una carcajada. Lo tenía al revés. "Tanta risa porque leo con el renglón gordo p´abajo ¿Qué más dará?". Recordaba también que su generosidad alcanzó tal fama, que "en toda España, para ponderar un rasgo de extrema esplendidez, se ha dicho y se sigue diciendo ¡una lagartijada!". Lagartijadas fueron darle a un mozo las mil quinientas pesetas, que lo libraran del servicio militar para que no llorara su madre, o el alzado, destrucción y posterior construcción de la cerca de Lagartijo que, según la memoria oral, propició para dar tajo y jornal a los parados cordobeses.

Dentro de las rivalidades propias de toreros y artistas, le tocó primero ser "contrario" de Frascuelo, rivalizando con auténtica temeridad en sus encuentros, y luego de Guerrita, ambos toricantanos suyos. Los tres coincidieron aquí, en una corrida de beneficencia, tras una embestida del Guadalquivir contra el Campo de la Verdad. El alcalde y conde de Cárdenas, les hizo llamar para liquidarles y comunicarles el fracaso, pues apenas se cubrían gastos. Los dos primeros cobraron lo suyo. Cuando le tocó a Lagartijo, le tomó un habano de la pitillera, aspiró tranquilamente y dijo: "¡Ea, en paz!". Ante la insistencia del alcalde y colmada su paciencia, concluyó: "Aquí quien debe soy yo, con que, desde mañana, ya saben los pobres que en mi casa hay comida para mil necesitados". Indudablemente, cumplió su palabra.

Fue igual de grande en los ruedos que en la vida. En sus 1.632 tardes de faenas, de hasta ocho toros para él, llegó a matar 4.867, según la prensa de la época, entre las 404 corridas de Madrid y las 1.228 de provincias; luchas de las que, salvo cinco o seis cogidas leves, solía salir ileso.

Córdoba lo vio torear por última vez el 25 de septiembre de 1892, junto a su sobrino Rafael Bejarano Torerito, un lote de los míticos Saltillos. Había anunciado su retirada para el siguiente año, con cinco corridas, las últimas, en Zaragoza, Madrid, Bilbao, Barcelona y Valencia.

La suerte pareció darle la espalda y, la afición, pábulo a malidicentes rumores. Se dijo que las corridas -con un caché cercano a 30.000 pesetas- las celebraba como forma de recaudación para su jubilación, en connivencia con el apoderado, organizador de las corridas, al que acusaban de cómplice en la reventa. Tardes de ambiente enrarecido y, en varias ocasiones, de salidas poco brillantes; la última de ellas en el Corpus y en Madrid, escoltado por la Guardia Civil.

Dijo adiós a los ruedos y, aquejado de una enfermedad grave, dejó de respirar a las cinco de la mañana del 1 de agosto de 1900. Su casa de la calle Osario, se llenó de flores y telegramas, llegados desde diferentes rincones del mundo. Entre las infinitas coronas, hubo una que rezaba: "Al sin rival maestro, Lagartijo, de tu discípulo Guerrita". Al día siguiente, un carruaje de caballos engalanados, lo condujo a San Miguel. Esperaba un catafalco y las cruces de las parroquias de Córdoba. En el cementerio de la Salud, para enterrarlo junto a su esposa, cerraron las puertas. Pero el público obligó a exponer su cadáver. Era la despedida de esa otra Córdoba, ajena al poder, a sus protocolos y estridencias; la que lloró sentidamente su muerte y eternizó su memoria más allá del umbral del siglo XXI y de la vida de sus coetáneos.

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