23 paseos | Crítica

Un hombre y una mujer... Y dos perros

Una imagen de la película.

Una imagen de la película. / D. S.

Paul Morrison acertó al plasmar conflictos raciales y sociales en Solomon & Gaenor (1999), historia de amor entre un joven de origen judío y una joven de familia puritana ambientado en el convulso Gales de las huelgas de mineros a principios del siglo XX, y en Sorpresas de la vida (2003), choque entre una familia jamaicana que se instala en un burgués barrio inglés de los años 60. Y se equivocó al adentrarse en un universo tan extraño para él: las relaciones entre Lorca, Buñuel y Dalí en Sin límites (2008), intentando prolongar su discurso sobre las barreras que las convenciones y los prejuicios imponen a los transgresores. Ahora, tras estar tantos años alejado del cine, regresa al universo que le es más congenial.

En esta ocasión la barrera alzada por los prejuicios no es de naturaleza racial o religiosa. Se trata de la edad, del amor en la vejez considerado en tantas ocasiones inoportuno y hasta grotesco. Con tanta fuerza social que induce a la auto represión. Con la oposición familiar en muchas ocasiones. Y con la carga de las experiencias de dolor o desilusión vividas. Por no mencionar lo cerca que están los ríos de los enamorados de desembocar en la mar de don Jorge Manrique.

Paseando a sus perros dos ancianos (o casi) inician lo que se ha dado en llamar una relación otoñal. Aunque parezca un tema tabú, el cine se ha ocupado mucho de esta cuestión. Sobre todo desde que los indicadores informan del envejecimiento de la población. Hay público potencial en esto. Casi siempre se trata de comedias más bien insoportables (recuerdo con especial escalofrío Cuando menos te lo esperas de Keaton & Nicholson) que rodean de un aura apropiadamente dorada estos amores de otoño.

Afortunadamente no es el caso de 23 paseos. Morrison afronta la cuestión con honradez, es decir, sin idealizar ni cargar melodramáticamente las tintas. Buscando una aproximación a la realidad más común, a las medias luces de casi todas las vidas de los seres humanos normales y corrientes. Y para ello, sin que su dirección pretenda más que dejarles trabajar en un plano cinematográfico concebido como escenario, ha tenido el acierto de contar con dos actores excepcionales que logran eso tan difícil que es dar realidad de personas corrientes a sus personajes: Alison Steadman y Dave Johns. Ambos tienen esa presencia ante la cámara que solo da el haber pisado escenarios y es la marca de los más grandes actores ingleses. Ellos, sus rostros, sus miradas, sus gestos, son la verdad de esta película y su mayor valor. Sin olvidarnos de los dos perros coprotagonistas. Y de oportunos apuntes sociales en estos tiempos de crisis y pandemia.

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