Cultura

Mowgli en Los Pedroches

Drama, España/Alemania, 2010, 114 minutos. Director: Gerardo Olivares. Guión: Gerardo Olivares. Fotografía: Óscar Durán. Música: Klaus Badelt. Intérpretes: Juan José Ballesta, Manuel Camacho, Sancho Gracia, Carlos Bardem, Antonio Dechent. Estreno el 26 de noviembre.

El diálogo entre hombre y territorio adquiere en el cine de Gerardo Olivares una dimensión vertebradora que se aprovecha de la acusada tendencia del realizador por los códigos documentales. De los indígenas de la selva amazónica de La gran final o los jóvenes africanos que atraviesan el Sáhara en 14 kilómetros a este niño de Sierra Morena, el director muestra un especial interés por los procesos de acuerdo-discordia, integración-rechazo que afectan a seres humanos obligados o conducidos por el destino a habitar, de manera permanente o temporal, una geografía hostil. Hay todo un género, el western, que se construye sobre esta dinámica, si bien aquí la inercia expansiva colonizadora introduce, junto a otros elementos de envergadura histórica o mítica, la sustanciosa posibilidad (que los grandes directores e incluso algunos medianos han sabido aprovechar) de articulación de un lenguaje propio. Otras muchas películas han pasado a la historia del cine por un planteamiento feliz (estético o argumental) en torno a esta dialéctica hombre/territorio, de Aguirre, la cólera de Dios de Herzog a Apocalypse Now de Coppola, por citar dos ejemplos en los géneros del cine histórico (de conquista) y el bélico, sin olvidar las aportaciones del cine de aventuras, con Tarzán de los monos o Las minas del rey Salomón, o las de algunas de las mejores películas de John Huston, que también manifestaba querencia por este tema: ahí están El tesoro de Sierra Madre, El hombre que pudo reinar o La reina de África (curiosamente, tres adaptaciones literarias, de Traven, Kipling y Forester).

Olivares abandona aquí la fórmula de La gran final y 14 kilómetros, que consistía en la infiltración de elementos surgidos de una voluntad de construcción narrativa ficcional en la médula de un discurso de apariencia documental. O más bien, en la perversión o contaminación de los patrones documentales por el auge de una juguetona vocación de exposición argumental. Todo ello, como Robert Flaherty, a partir del conocimiento amplio, directo, de la exótica realidad filmada. Entrelobos es una cinta de ficción (basada en una historia real) que en sus aproximaciones documentales ofrece sus momentos de mayor altura. No ya sólo por el trabajo de la unidad de naturaleza dirigida por Joaquín Gutiérrez Acha, sino también por la inserción, como fundamento irrenunciable de la historia que se narra, de recursos de lenguaje y puesta en escena que elevan el relato por vías imprevistas: la suspensión, el tiempo muerto, la autonomía de la imagen, la excitación de la capacidad contemplativa del espectador. En las escenas corales de personajes, diálogos y acciones colectivas, emplazadas en los tramos inicial y final, la película tropieza, cae, se torna convencional, pierde identidad.

En esta historia (de aprendizaje, pese a todo), el personaje central, Marcos Rodríguez Pantoja, desarrolla un itinerario inverso al de El pequeño salvaje de Truffaut. Allí había una esforzada progresión hacia el civismo de la mano del riguroso doctor Itard y su ama de llaves; aquí se presenta un caso de asilvestramiento que nace de la separación de los núcleos usuales de desarrollo (social y familiar) del ser humano. El protagonista, Mowgli pedrocheño, consolida su trasvase entre la animalidad humana y la humanidad animal a partir de las serenas vibraciones de un encharcado bagaje emocional que cristaliza en torno a un concepto, la pérdida, que conecta con todas las desgracias que definen su mundo: la muerte (de su madre, de su cuidador Atanasio), el rechazo (de su madrastra), el abandono (de su padre) y la separación (de su hermano). En la primera fase de su proceso resulta fundamental la figura de Atanasio (Sancho Gracia), otro hombre marcado por la pérdida de lo más querido y que le enseña las artesanías de la supervivencia.

El pequeño Marcos tiene los ojos, la desenvoltura y los gestos de Manuel Camacho, junto a Sancho Gracia lo mejor del reparto frente a un Ballesta que parece elegido en un casting de aullidos y una Dafne Fernández que pasaba por allí. (En el relato, por cierto, sólo comparecen dos mujeres: una envía a un niño a la sierra; la otra, a un hombre a la muerte). La cámara explora (con reposo, con ternura, con paciencia) su miedo y su sorpresa, su dolor y su alivio, su aprendizaje y su escepticismo, su conversión en otro, su soledad. Algunos meandros del guión introducen, casi siempre con inteligencia, en ocasiones con algo de capricho, cuñas infantilizadoras en este proceso de madurez, la espiral del juego en un inicialmente involuntario trance de invasión cuyo éxito está cifrado en la asimilación de las reglas del territorio asaltado (no procede en este caso la identificación de metáforas políticas). El inconcebible coloquio entre el niño, los animales, los árboles, el cielo y la montaña actúa como fertilizante de un estilo de hacer cine y contar una historia. La pequeñez del sujeto racional enfrentada a la desmesura del entorno salvaje destila un jugo heroico que está bien dosificado. El último plano del Marcos niño despide una película y anuncia otra más acelerada y vulgar, con gruñidos perfeccionados, caza de fugitivos y vendettas animales. Queda una cierta sensación de desequilibrio (y de que la historia daba para un desarrollo narrativo algo más vigoroso) compensada por el recuerdo del inacabable repertorio de parajes de esa sierra prodigiosa en la que un niño acomete, lejos de las fórmulas licantrópicas que el cine fantástico tanto ha aprovechado, la sobrecogedora vicisitud de convertirse paralelamente en hombre y en lobo.

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