Pasión en sepia

Cuando las campanas tañen la muerte

  • Las gentes del barrio de San Lorenzo están expectantes en un Lunes Santo que se ha presentado casi sin ser invitado. Aparentemente todo transcurre con sosiego

Procesión del Santísimo Cristo del Remedio de Ánimas.

Procesión del Santísimo Cristo del Remedio de Ánimas. / Archivo Cajasur

El día corre ventoso. Es característica propia, según el refranero, de marzo. El viento juega con las ramas de los árboles. También con las persianas de las casas y sobre todo con la blanca ropa, aquella que cuelga de los tendederos. También juega con las nubes. Las mueve a su antojo y capricho. El sol es el principal agraviado del juego de Eolo. Las nubes lo cubren y descubren de forma aleatoria y anárquica. Unas veces luce esplendoroso, dando con sus rayos calidez al ambiente, y otras es velado y ninguneado. El viento es el principal protagonista en la jornada de una Semana Santa, que este año, se ha adelantado en el tiempo.

Las gentes del barrio de San Lorenzo están expectantes en un Lunes Santo que se ha presentado casi sin ser invitado. Aparentemente todo transcurre con sosiego, con calma, con flema. Despacio pero sin pararse. En la plaza huele a una primavera aún no estrenada. En el ambiente se mezcla el olor de las primeras flores, con el aroma a leña quemada que se desprende de los hornos de pan cercanos. Los trinos de los pájaros preludian lo que ha de llegar. La primavera ya ha avisado de su pronto nacimiento, anunciándose así una pronta muerte de un invierno, que ha marcado la vida de la ciudad.

El Domingo de Ramos quedó atrás. Aún flota en el ambiente el principio de la semana más Santa de todas las semanas, pero la vida sigue. Las vecinas se afanan en sus tareas cotidianas. Entre la labor, hay tiempo para hablar de sus cosas. El coloquio versa sobre los estrenos del día anterior, de sus hijos y de lo mal que está la economía familiar. Son años duros y posiblemente alguna prenda deseada, no ha tenido más remedio que quedarse en un escaparate.

La noche ha llegado pronto. La gente, vecinos o no, del castizo barrio comienzan a arremolinarse en la plaza. El viento sigue jugando con todo. Entre alguna nube se deja ver la blanca luna que crece y que alcanzara en breve su plenitud. El murmullo es acallado cuando se abren las puertas del fernandino templo. Las campanas comienzan a tañer a difunto, y un enlutado cortejo, se deja ver entre una espesa nube de incienso, que a su vez perfuma la noche de marzo. La gente congregada en la plaza ha quedado silente, sobrecogida por la escena. Los penitentes, revestidos de negro hábito, lucen el escapulario del Carmelo y en sus manos no portan los habituales cirios, sino los faroles que acompañan al viático por las calles.

El silencio solo es roto por el rezo en voz alta del Santo Rosario, acompasado por el duelo de metal que suena desde el campanario. El paso, también oscuro y con corte de monumento funerario, avanza solemne. La imagen de Cristo crucificado invita a la oración. Una tétrica calavera adorna el austero Calvario, indicando que la cruz y el Hijo de Dios vencieron a la muerte. El viento juega con el pelo natural de la imagen, detalle que acentúa más su realismo, y con el velo de tinieblas que enmarca la escena. Tras Él, un grupo de encapuchados entona el Miserere. La negra comitiva continúa se estación penitencial.

El Cristo se pierde cuando entra en la calle Santa María de Gracia envuelta entre incienso. Las dominicas del convento entonan, con sus virginales voces, cantos en honor a Cristo, mientras el viento, que sigue haciendo de las suyas, no quiere dejar de ver la escena. La procesión sigue hacía el corazón de la ciudad. Mientras. a su paso, las campanas tañen a difunto. La oración se eleva al cielo en recuerdo de aquellas almas que esperan en el Purgatorio, porque la Cruz siempre venció a la muerte.

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