Semana Santa

Aromas de romero, canela y clavo

  • Domingo de Ramos: por el barrio de Santa Marina se aprecian rostros curtidos por el bronce. Algunos, llegados desde los aledaños de la Catedral, cantan con voz ronca

Palio de la Virgen de la Esperanza

Palio de la Virgen de la Esperanza / Ricardo (Fundación Cajasur)

Es Domingo de Ramos, cae la tarde. El sol se desvanece poco a poco. Su esplendor languidece conforme van pasando las horas. La tiniebla de la noche pronto se hará presente.

Atrás quedó el júbilo de la mañana. Todo ha pasado deprisa. Tan esperado y comienza a escaparse de entre los dedos sin que nos demos cuenta. La procesión de las palmas y el repique de las campanas comienzan a ser solo un recuerdo. La dicha matinal del gozo va siendo relegada a un segundo plano. La noche invita al recogimiento. Los cuerpos comienzan a sentir el cansancio de un día que, una vez cada año, nos recuerda que Cristo entró triunfante en la ciudad Santa.

La ciudad con la noche queda melancólica de los momentos vividos en la jornada. El cielo se ha tornado oscuro en tan cerrada noche. Las estrellas que lo tachonan parecen los lunares que iluminan una larga bata de cola. La blanca luna crece, sin prisa, pero sin pausa, para alcanzar su plenitud en unos días. Unos días santos de los que hemos vivido ya el preludio. Unos días de recogimiento como esta noche recién estrenada.

Por Santa Marina huele a romero, a canela y clavo. Entre la gente se aprecian muchos rostros curtidos color de bronce. Algunos, llegados desde los aleñados de la Catedral, cantan con bronca voz. Las seguiriyas y las tonás se alternan con los martinetes y las zambras. La alegría de aquellas gentes, que por unos momentos olvidan sus duquelas cotidianas, contrasta con el recogimiento de otras que los miran admirados, y también con cierto espanto por tan anacrónica algarabía.

De cuando en cuando las palmas a compás acompañan los cantes de fragua en la noche abrileña. El aroma a azahar de los naranjos es ornato añadido a una noche que se llena de magia y duende en el barrio de los toreros.

Los cascos de los caballos de la policía municipal, de traje de gala, martillean el pavimento, porque no decirlo, también a compás. Los sones vibrantes de cornetas de metal y acompasados tambores roncos, los pone la banda de la Casa Socorro-Hospicio.

Un cortejo luminoso vestido de blanco y de verde pone la nota cromática en la noche oscura. La luz de los cirios es mecida, de cuando en cuando, por la brisa de la noche. Las gentes esperan el paso con impaciencia. Las volutas de aromático incienso forman una espesa nube ante el paso. Tanto que nada se percibe con claridad.

Aquellos churumbeles revestidos de monaguillos mueven a compás los incensarios. La voz del capataz da concretas órdenes a los faeneros que acusan el cansancio tras horas de procesión. Sus hombros, a pesar de la vieja manta liada, están marcados por la dura trabajadera. Pese al cansancio, los hombres de abajo hacen su trabajo, buscando de un cuerpo cansado fuerzas para mecer, también a compás, el altar itinerante que entroniza la figura de la Madre de Dios.

El paso luce resplandeciente. La luz de la cera nívea ilumina su cara morena, enmarcada por un alba mantilla blanca que cubre un manto verde que se prolonga como larga bata de cola, que da cobijo a las negras duquelas de sus chorreles.

De sus sacais brotan las lágrimas del dolor causado por la espada que le atraviesa el pecho, como profetizó Simeón, por la injusta condena del hijo. Una voz grave, solemne, rota y quebrada rompe el silencio. La saeta por martinetes trata de consolar a la madre de Jesús, quien a pesar de su pena, va derramando Esperanza entre olores de romero, canela y clavo por las calles de Santa Marina la noche del Domingo de Ramos.

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