Pasión en sepia

Los faeneros de Córdoba

  • Con su trabajo esforzado dotan de vida al palio. El fin de su cometido está próximo. Mañana será otro día. Tendrán faena en otra cofradía, como el día anterior

Antonio Sáez, en la puerta del Perdón, en 1960.

Antonio Sáez, en la puerta del Perdón, en 1960. / Archivo hermandad de la Misericordia

Corre la brisa en la madrugada, ya del Jueves Santo, y mantiene una lucha feroz con la luz de la candelería de un palio, malva y plata, que avanza por la calle Lucano, en la añeja collación de San Nicolás de la Axerquía. El servidor encargado de encender las velas le intenta hacer frente, con su caña y pabilo, al traidor vientecillo que le está dando más trabajo que de costumbre. La cofradía de la Misericordia, que trajo un aire renovador a la Semana Mayor, ya vuelve hacia San Pedro tras haber realizado el recorrido oficial en el entorno de la Catedral.

Su cortejo de níveos nazarenos, así como la solemnidad con la que realizan su estación de penitencia, ha hecho que el pueblo de Córdoba conozca a la cofradía como el “silencio blanco”. Su guion es ejemplar por la calidad de sus insignias, así como por su diseño, magistralmente realizado por Rafael Díaz Peno. En esta ocasión se han estrenado cuatro bocinas para el tramo del paso del Señor, así como la culminación del palio de Nuestra Señora de las Lágrimas en su Desamparo.

El paso de la Virgen está parado tras pasar la confluencia entre la plaza del Potro y la calle Enrique Romero de Torres. Cobijados del viento, nuestro hombre vuelve a encender las velas apagadas, posiblemente las mismas que más adelante la brisa vuelva a sofocar. El faldón delantero se levanta levemente. Antonio Sáez, El Tarta, capataz intachable por la calidad de su trabajo, da unas instrucciones a sus hombres. Los faeneros, así fueron nombrados siempre en Córdoba, tienen los rostros curtidos. El cansancio ya va haciendo mella en sus cuerpos. Algunos llevan pañuelos ceñidos en sus frentes, hay que tratar que el sudor no entre en los ojos, y como defensa contra los kilos que descansan sobre su cerviz, una simple manta cuidadosamente doblada.

Sáez ordena levantar el paso. Éste se alza a su orden. El peso se deja caer sobre los hombros de los que lo portan. “De frente viene”, grita el capataz. Los hombres, con el pie izquierdo, comienzan su andar. Los tambores de la banda de música del Regimiento Lepanto número 2, dirigida, tras la marcha de Gámez Laserna a Sevilla, por su sucesor Reginaldo Barberá, marcan el ritmo. Los faeneros, con su trabajo esforzado, dotan de vida al palio. El fin de su cometido está próximo. Mañana será otro día. Tendrán faena en otra cofradía, como el día anterior también la tuvieron. Es una semana para ganar un jornal extra para sus modestas economías, aunque en el fondo no todo son unas pesetas de más, ya que el oficio de portar los pasos también es de su gusto.

El paso sigue su camino hacia la iglesia de San Pedro. Antes, al llegar a la calle Candelaria, María Zamorano, La Talegona, se hace presente. El Tarta ordena parar. Los zancos de las andas se posan como uno solo en el suelo. La voz rota de la saetera entona una letra vieja de Córdoba: “Eres Virgen más bonita / que la nieve en el barranco / que la rosa en el rosal / que el lirio blanco en el campo / Virgen de la Soledad”. María se santigua cuando termina su rezo hecho cante. Antonio Sáez ordena de nuevo levantar el paso. Sus hombres hacen un último esfuerzo. Ya va quedando menos. Su caminar, a los sones de Saeta cordobesa, obra magistral de Pedro Gámez, alivia las horas y los kilos.

La coda final de la marcha, donde las cornetas, con un tono marcial y vibrante, cobran un protagonismo esencial. Ello eleva el espíritu de la cuadrilla. Son hombres anónimos, hombres que fueron los que legaron un bendito oficio, el de llevar sobre sus hombros a Jesús y a su Bendita Madre. Son los faeneros de Córdoba hoy olvidados en el recuerdo, al igual que aquellos que los mandaron y los conformaron en eficaces cuadrillas y que cumplían un trabajo durante toda la semana.

De los capataces se recuerdan los nombres de algunos, hoy perpetuados en sus descendientes, caso de los Sáez, con David Simón Pinto Sáez y Ángel García Sáez, bisnietos del célebre Tarta, los Muñoz, en la persona de Rafael Muñoz Cruz, y en alguna ocasión Torronteras, con Ángel, hijo de Ignacio.

Sin embargo, los hombres de abajo permanecen en el anonimato. Muchos los nombran sin haberlos jamás visto, tal vez porque conocen de su existencia. Nuestro homenaje, modesto, a esos hombres que tuvieron la dicha de portar los pasos en una Semana Santa lejana, casi olvidada y que permanece en la retina de muchos en un tono sepia y velado.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios