Pasión en sepia

Dolor y Soledad

  • La Soledad tras el Hijo muerto y sepultado, en esta Córdoba milenaria, no tiene más representación que una Madre, la Virgen de los Dolores, la Señora de Córdoba

La Virgen de los Dolores.

La Virgen de los Dolores. / Fundación Cajasur

Cae la tarde. El sol va perdiendo su esplendor. Los oficios del Viernes Santo terminan en los templos. Los sagrarios están vacíos. Cristo está muerto. El árbol santo de la Santa Cruz es motivo de veneración y adoración. Las gentes caminan presurosas por las calles. Visten de riguroso luto. Las mujeres lucen ropa negra. Los hombres igual, terno negro con corbatas de igual tono sobre la blanca camisa. Hay en el ambiente cierto halo de tristeza. Los bares permanecen cerrados, los que han abierto han velado los cristales en señal de duelo. Cristo ha muerto y Córdoba acude fervorosa a su entierro.

Como de costumbre, la plaza de la Compañía es un ir y venir de gente. La procesión del Santo Entierro se organiza en su interior para recorrer las calles de la ciudad, tal y como venía siendo desde el decreto del obispo Pedro Antonio de Trevilla, en 1820. El recorrido por el que discurriría la comitiva comenzará por la plaza de la Compañía, y continuará por Santa Victoria, Juan Valera, Ángel de Saavedra, Blanco Belmonte, Céspedes, Cardenal Herrero, Magistral González Francés, entrando por la Puerta de Santa Catalina a la Santa Iglesia Catedral, saliendo por la del Perdón, Torrijos, Cardenal González, San Fernando, Librería (hoy Diario de Córdoba), Joaquín de Costa (actualmente Capitulares), plaza del Salvador, Alfonso XIII, Mármol de Bañuelos, Diego León y Duque de Hornachuelos, para terminar en el punto de partida.

Durante todo el recorrido, Córdoba, callada y respetuosa, estará presente. El cortejo estaba conformado por los batidores a caballo que lo abrían. Les seguía la Santa Cruz, venerada en la iglesia de San José y Espíritu Santo; Jesús de la Oración en el Huerto, desde el Getsemaní del viejo convento franciscano; el Señor Amarrado a la columna le seguía desde la antigua Axerquía; Jesús del Calvario, cargado con el leño del martirio, caminaba desde San Lorenzo, y Jesús Caído, que no derrotado, con su Madre de la Soledad continuaban la representación de la Pasión; el Cristo de la Expiración suspiraba postreramente en San Pablo y el que llegó desde el otro lado de la mar océana, el venerado Cristo de Gracia, representaba el Stabat Mater en el Alpargate. Mientras, desde San Agustín, María plena de Angustia tomaba el cuerpo inerte de su hijo, que en urna de palosanto y plata iba a ser sepultado en la Compañía un año más, entre cirios de color tiniebla y cantos sacros de Tomás Luis de Vitoria.

Tras la urna traspasada de dolor y sola, la Madre de los Dolores. De luto riguroso, llorosa, con el corazón traspasado por los siete dolores profetizados por Simeón. Ella, sola y triste, camina desde el convento de San Jacinto. Su paso ha sido exornado por los jardineros del Ayuntamiento. Variadas las especies florales que han conformado el adorno. Flores de Córdoba, nacidas en los jardines de la ciudad, una primavera más, como siempre. Calas, claveles, celindas, rosas. Todas han sido dispuestas al gusto de aquellos lejanos años 20. La Virgen de los Dolores caminaba por Córdoba en soledad tras su hijo, Cristo Yacente. Saya blanca, manto negro. Los colores clásicos de la iconografía de la Soledad. Los tonos que lucían las vestiduras de las viudas de la corte de Isabel de Valois y que fueron con los que se vistió la imagen de la Virgen de la Soledad que esculpiera Gaspar de Becerra para el convento de los Mínimos de San Francisco, de Madrid.

La Virgen de los Dolores representaba el momento más dramático de la Pasión. Aquel en que la Madre se ve sola, desamparada, sin nadie que vele por ella, traspasada de dolor. Camina llorosa y rota por las calles. Primero hasta la Compañía al encuentro del sacro duelo. Más tarde por las calles de la ciudad, cerrando la comitiva que representa la Pasión y el drama sacro de la Semana Santa. Soledad y Dolor, Dolor y Soledad. El ambiente está triste, de duelo, como la jornada. Es día de luto y llanto, aunque la gloria ya no está tan lejana. Una voz con tintes de bronce, flamenca y gitana, reza cantando a la Virgen: “Mírala por donde viene / por aquella lejanía / no la pintan los pintores / más bonita que venía, la Virgen de los Dolores”. No hay aplausos, es día de duelo. La Virgen continua sola. Siempre fue así. Hoy la estampa está rota y olvidada en los tiempos. Habría que preguntarse el por qué. Pero la Soledad tras el Hijo muerto y sepultado, en esta Córdoba milenaria, no tiene más representación que una Madre, la Virgen de los Dolores, la Señora de Córdoba.

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