Cuaresma en sepia

Polvo eres... (Miércoles de Ceniza)

Antonio Gracia, su madre y su hermano en la Semana Santa de 1954.

Antonio Gracia, su madre y su hermano en la Semana Santa de 1954. / Archivo familiar de Antonio Gracia

Las mujeres se afanan en terminar sus tareas cotidianas. Las tardes comienzan a ser más largas. Los días también son más luminosos, aunque el frío aún se hace presente. La abuela se afana en dejar la cocina recogida. Cuidadosamente pone en una cacerola las sobras del almuerzo. Hoy es día de ayuno y abstinencia de comer carne, la matriarca se ha marcado, pese a los pocos recursos, unas papas con alcachofas que quitan las tapaeras del sentío. En otro fogón se prepara el café para la merienda. Los niños están a punto de llegar del colegio.

El tiempo pasa rápido. La jornada ha sido intensa, como de costumbre. Un ir y venir de un sitio a otro. Las faenas del hogar, aunque poco reconocidas, son laboriosas. Preparar los desayunos, llevar los niños a la escuela, hacer las compras, preparar comida, limpiar para tenerlo todo a punto. Tras el almuerzo viene un poco de ocio. Hacendosas las dos mujeres, madre e hija, toman una taza de café, mientras charlan de sus cosas. En el ambiente suena la radio de cretona. La abuela teje la lana de forma paciente. Su hija zurce los tomates de los calcetines de los pequeños, no se puede tirar nada, la modesta economía familiar no da para más.

En la calle hay alborozo. Los más jóvenes rocían con talco o harina a todo el que pasa a su lado. Las muchachas gritan, entre el espanto y la sorpresa. Algún espabilado, con la excusa de la harina, tiene las manos más largas de la cuenta, lo que hace que el escándalo sea mayor. Los más pequeños corren a toda prisa. Los baberos blancos del colegio disimulan con creces las huellas del polvo o de la harina, sus cabellos y sus caras blanqueadas, no. Llegan a casa sin poder librarse de la regañina materna. La abuela cariñosamente les lava la cara con una toalla humedecida y les da como merienda un trozo de pan con una onza de chocolate.

La tarde va decayendo. Los trinos de los pájaros en retirada anuncian la noche. El frío también se hace presente. Los añiles del cielo se van tornando grises hasta llegar al negro. Negro es también el traje que tiene la abuela preparado. Guarda luto a su esposo a pesar de los años. Su hija acaba de peinar a los críos. Es Miércoles de Ceniza. Hay que ir a misa, es la costumbre de muchos años. Comienza el tiempo de la penitencia, de la meditación y de la oración. Son los días preparatorios de los días sacros de la Semana Santa. Cuarenta días de eterna víspera a los días grandes. Cuarenta días, igual que los que estuvo Cristo en el desierto cuando fue tentado por el demonio. Cuarenta días como los que estuvo el pueblo de Israel buscando la tierra prometida. Cuarenta días que pasaran, una vez más, volando.

Los pequeños no caminan de buen grado para la iglesia. Van serios y desganados. Saben que el ceremonial será largo. Madre e hija continúan hablando por el camino tocadas por negros velos. Sus pasos se escuchan en la incipiente noche. La puertas de la vieja iglesia fernandina son un ir y venir de gentes. Los niños miran la espadaña para ver si las cigüeñas han vuelto. La oscuridad no les permite ver nada más que sombras indefinidas e inmateriales.

En el interior del templo todo esta silente. Las atrileras moradas anuncian el nuevo tiempo litúrgico. El rito es el mismo. Todos los años se llama a la penitencia y al perdón de los pecados. La ceniza resultante de las palmas del Domingo de Ramos del año anterior, comienza a patinar frentes. El signo de la cruz es trazado por los dedos del tonsurado oficiante. Sus palabras: Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris, recuerdan, un año más, que es lo que somos. Aves de paso por un mundo que sigue girando como siempre lo hizo.

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