Pasión en sepia

Los altares en la intimidad

  • Martes Santo. La imagen, de tintes dieciochescos, es una de las grandes devociones familiares. Su expresión compungida y llorosa llama a la oración de todos los que la contemplan

Paso del misterio por la calle Lineros.

Paso del misterio por la calle Lineros. / Francisco Román.

Hay en la casa un aroma a café recién hecho. El día ha amanecido esplendoroso. El sol irradia luz en la mañana abrileña. El trino de los pájaros rompe el silencio en el patio. El canario, cautivo entre barras de alambre acerado, compite con los gorriones que se posan en el alero del tejado. Su canto, armónico e incansable, da un toque alegre y festivo en la casa. Sobre la mesa de la cocina hay un plato de magdalenas, horneadas con una receta que la abuela se niega a desvelar, que sirve de desayuno a los más pequeños de la familia.

Los niños juguetean los días ociosos de vacaciones. Se acuestan tarde, derrotados por el sueño con el que pugnan con el solo propósito de seguir viendo procesiones, en horario tardío, que tanto les impacta y llama la atención. No paran de preguntar a sus mayores cuándo volverán a salir a la calle para ver las cofradías de cada jornada. La madre con ternura les indica que si se portan bien, los llevarán por la noche, un día más, como de costumbre. También les cuenta que en la noche de hoy podrán ver el magno paso que desde el templo salesiano recorre Córdoba, reviviendo el arresto en Getsemaní, donde un corcel alazano es el gran protagonista, para sus infantiles ojos, de la escena del prendimiento de Cristo.

La abuela recoge la mesa tras el desayuno. Los niños salen al patio. Sus juegos ahora se centran en lo que ven y les llama la atención. Dos palos cruzados improvisan una cruz de guía, así como aquella vieja y desconchada olla hace las veces de tambor. Juegos infantiles que con el tiempo se harán realidad en las vidas de aquellos incipientes cofrades.

Mientras juegan, la abuela abre la vieja arca de madera tropical, donde guarda prendas que le fueron legadas por sus ascendientes. Rebusca igualmente en las cajoneras del armario de su dormitorio.

Delicadamente aparta aquellas sábanas de hilo que bordó en los lejanos años de su adolescencia. También ha encontrado encajes de bolillos y ajados agremanes dorados que antaño lucían refulgentes y brillantes. Su hija entra en la estancia con un gran retal de damasco color sangre de toro. Entre las dos comienza el ritual de todos los años.

En una de las habitaciones de la casa, dotada con un gran ventanal a la calle, sobre la cómoda de caoba, madre e hija van disponiendo las telas. Primero es la adamascada, que es cubierta por un improvisado paño de altar conformado por las marfileñas, por el tiempo, sabanas de hilo. Los encajes y agremanes son dispuestos ribeteando el improvisado dosel. La base del altar está conformada.

La abuela, despaciosa y con la pausa que dan los años, camina hacia su dormitorio. Una vez allí, abre un fanal de cristal que guarda el tesoro de la casa. Delicadamente extrae la imagen de la Virgen dolorosa, de la que le contaron que fue adquirida por su bisabuelo a un anticuario, quien le aseguro había sido esculpida por el mismísimo Montañés. La imagen, de tintes dieciochescos, es una de las grandes devociones familiares. Su expresión compungida y llorosa llama a la oración de todos los que la contemplan.

Despaciosamente, madre e hija la colocan en el centro de la improvisada ara. Su tocado y ropajes son retocados minuciosamente. Un pañuelo de punto de Bruselas es colocado en una de las manos de la imagen. En la otra el rosario. Los candelabros de plata que antaño servían para las cenas navideñas son colocados a los lados de la Virgen, provistos de velas nuevas que la abuela va comprando durante el año para ofrendarlas a la imagen de su devoción. Solo queda el exorno floral.

El patio y el jardín son el vivero ideal para ello. Bajo el limonero, la abuela trenza unas ramas de celinda blanca, que conformarán la base del adorno de flores. Las macetas de palmiras y anaranjadas clivias terminan por conformar el altar doméstico de la casa.

Durante los días grandes, las gentes se pararan a admirarlo desde la calle a través del ventanal. Alguna improvisada saeta será cantada ante él, y un año la vieja tradición cordobesa será perpetuada.

Ni decir tiene que los más pequeños tienen veta da la entrada a la habitación. El temor a que sus juegos puedan dañar el altar es grande. Los niños son obedientes. Saben que si no siguen las instrucciones de sus mayores, difícilmente los lleven a ver el caballo que cada año galopa por el huerto de los olivos, que se hace presente en la calle María Auxiliadora.

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