Tumulto y silencios ante Cristo muerto

En Cristo de la Caridad, entre dos mujeres vestidas de mantilla y bajo un cielo sin nubes.
F. R. Cardador

25 de marzo 2016 - 01:00

LA tarde del Jueves Santo cobra en la calle San Fernando, tan cordobesa e ilustre, una luz de primavera y una sinfonía de llantos infantiles y algarabía de niños vestidos de domingo con bombacho y leotardos. Han pasado allí las cuatro y media de la tarde y, a la espera, se concentra un tumulto formidable. Visto desde arriba, conforme se baja hacia San Francisco desde Capitulares, no queda duda de que será una tarde grande para el Cristo de la Caridad en su tránsito por las calles desbordadas de Córdoba. Contradictoria, sí, como lo suelen ser aquí las tardes cofrades cuando la primavera revienta tal como ayer lo hizo. Vitalista por el clima, por el gentío, por las risas de los adolescente en grupo y los besos de los recién enamorados, y profunda y misteriosa cuando aparece ese crucificado cuyas dimensiones en lo puramente físico impresionan y que en lo espiritual, si se siente, conmueven por su expresión y por la singularidad y el misterio de su gesto y de su rostro. Imposible no pensar mientras avanza calle abajo en lo injusto de que los hombres hoy no podamos saber el nombre de quien, allá por el siglo XVI, la esculpió sin saber que la convertía en un símbolo del arte manierista en Córdoba. Cristo avanza en cualquier caso muerto en su cruz y el Jueves Santo, con la Caridad, cobra su densidad simbólica más honda.

El paso abre en su caminar un singular silencio si se tiene en cuenta que son millares las personas que, apretadas en el Compás y en San Fernando, contemplan la escena. Y ese mismo silencio se mantiene cuando aparecen tras el paso los miembros del Tercio Gran Capitán de la Legión Española, que, tras su ausencia de 2015, vuelven a las calles cordobesas para acompañar a una imagen con la que mantiene estrechos vínculos desde hace más de medio siglo. Suena, como siempre en estas circunstancias, el El novio de la muerte que cantan los soldados mientras la chiquillería, y más de uno entrado en años y canas, asiste a la escena con temblor patriótico y con el recuerdo de su propia niñez y adolescencia. Alguno, con rostro curtido que delata su ayer aunque ya hoy no esté para guerras mayores, canturrea por lo bajo mientras la banda del tercio se impone y le da el ritmo y pulso a la cuadrilla de costaleros.

La ciudad histórica, con la Cruz de Guía convertida en una especie de aldaba que disuelve el río de gentes para abrir un paso a la imagen y al cortejo, se abre desde esa hora y hasta bien entrada la noche. Momentos intensos en la Catedral, donde la cercanía del público con el paso tan sólido y las voces de la legión tan nítidas en su golpear contra la piedra, provocan algunos de esos momentos que hace singular e inolvidable al Jueves Santo cordobés. La vuelta al templo, noche de primavera con olor delicado, cierra una estación de penitencia de esas con las que sueña el niño, el nazareno, el costalero y el legionario. En todos ellos seguro quedará.

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