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Una de las cosas más significativas que ha ocurrido al estallar el “escándalo Errejón” ha sido la sorpresa (o la sonrisa cargada de maldad) ante el hecho de que el protagonista sea alguien con ideología de izquierda. Muchos han señalado que existe una “contradicción” entre esta y su relación con las mujeres en su vida privada (¿privada?) ¿Cómo una persona políticamente progresista puede haber sido, durante años, un acosador sexual sin escrúpulos (caso de que, como parece, se confirmen las acusaciones contra él que, en cascada, se están produciendo)?
Responde esta sorpresa a una visión muy generalizada según la cual todos nuestros valores y prácticas se generan en la identidad e ideología de clase de cada individuo. Una visión que es deudora de los análisis clásicos del marxismo (o de lo que usualmente nos ha sido presentado como marxismo). El que la Historia tenga como único determinante la lucha de clases y que su contenido, en los diversos ámbitos sociales y territoriales, pueda explicarse siempre, en última instancia, por la lucha de clases es un axioma que tienen interiorizado gran parte de quienes se consideran marxistas y también no pocos de los que se declaran antimarxistas. “La historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases” es quizá uno de los dogmas más repetidos en los catecismos laicos en los que se adoctrinaron muchas personas que se piensan de izquierda.
Pero si la historia tuviera como único motor la lucha de clases o las peripecias de los estados, la Historia no alcanzaría a más de cinco o seis mil años, y ello en muy acotados territorios, porque las clases sociales, así como los estados, no aparecen hasta entonces. Muy corto periodo en relación a los cien mil que, como mínimo, tenemos las sociedades humanas en el planeta (sin contar con el mucho más largo periodo de presencia de otras especies humanas y homínidas anteriores al moderno homo sapiens).
También se toma la aparición de las clases sociales y del estado como el momento inicial de todas las desigualdades sociales (Engels dixit). Hasta el punto de que a las sociedades sin clases y sin estado se las ha definido como “sociedades igualitarias”: pre-históricas o primitivas, según fueran anteriores o contemporáneas a las verdaderas sociedades históricas, caracterizadas por tener estados y clases sociales. Grave error, porque en esas sociedades, supuestamente igualitarias, sí hubo poder estructural, concretado en desigualdades de sexo-género. Salvo en muy contados casos en que la matrilinealidad –que no un supuesto matriarcado que nunca existió– suavizó la dominación de los hombres sobre las mujeres en algunos ámbitos, el poder masculino fue un hecho incontestable al ser convertida la división sexual de tareas en división social del trabajo. Nada, pues, de sociedades igualitarias. La desigualdad de género es, por tanto, muy anterior a la aparición de la desigualdad de clase. Como también lo son las desigualdades construidas sobre la base de las identidades culturales diferenciadas: la dominación de unos grupos étnicos o pueblos sobre otros es también muy anterior a la aparición de los estados, incluso de los más antiguos.
Ocurre entonces que las ideologías de género, y también las ideologías étnicas, tienen raíces más profundas que las ideologías de clase. El sexismo, el racismo, la diversidad cultural jerarquizada, son anteriores al clasismo. No son generados por la existencia de las clases sociales ni son un epifenómeno de estas, sino que funcionan conjuntamente con ellas y con autonomía propia. Es esto lo que explica que se pueda tener conciencia de clase, e incluso luchar contra las desigualdades de clase, y, a la vez, practicar un machismo o incluso un racismo cotidianos.
En nuestras sociedades actuales, las ideologías dominantes son las del capitalismo globalista, la del patriarcado, la del racismo, sobre todo cultural, y la de las patrias (los autodefinidos como estados-nacionales). Estas ideologías, junto con las religiosas (con influencia decreciente en las sociedades occidentales) no funcionan de forma totalmente independiente, están imbricadas, pero tienen su propia autonomía. Las desigualdades que implican no pueden explicarse simplemente reduciéndolas a efectos de las desigualdades de clase producidas por el modo de producción-circulación-consumo capitalista. Este reduccionismo impide contemplar adecuadamente las diversas desigualdades y formas de poder y, por tanto, dificulta el análisis y la lucha eficaz contra cada una de ellas. Desde este planteamiento, no deberían parecernos tan sorprendentes o contradictorios casos como el de Errejón.
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