Si hay algo que no soporto son los atardeceres de esta época. La combinación luz de otoño con temperatura de verano es algo que detesto profundamente. Calor y oscuridad. Seguramente me repito, ya lo habrá comentado con anterioridad, pero eso no hace que mi animadversión a este tiempo se reduzca. Tal vez por eso espero a que aparezcan los puestos de castañas, con sus chimeneas y ceniza canosa. Me encantan las castañas, pero cuando te calientan las manos y no cuando te las achicharran. Son las cosas del cambio climático, que debemos ir adaptándonos a sus temperaturas y tiempos. Que están ahí, aquí, muy presentes, aunque algunos no lo quieran ver.
Titulo esta tribuna como otoño, pero el otoño como tal, como lo que debería ser, como lo que algún día fue, ya no existe. O sí, en una versión muy comprimida, apenas imperceptible. Pasamos del gazpacho y los helados al cocido y la leche frita sin solución de continuidad, de un día para otro. Como de un día para otro es el cambio de armario. Aunque cada vez tarda más en llegar. Este no otoño está consiguiendo exiliar a la rebeca, como máxima expresión de las prendas de entretiempo. Porque como apenas hay otoño, apenas hay entretiempo. Siempre he sido muy fan de la rebeca, que es una aprenda atemporal, que ahora muchos llaman con una palabreja inglesa. Muchos de esos que utilizan la palabreja inglesa les parece mal que se hable gallego o catalán en el Congreso, que no dejan de ser lenguas nuestras, que emplean palabras nuestras. Como rebeca, que es una palabra muy nuestra, que por lo visto sacaron de la célebre palabra de Hichtcock. Esa es la magia del cine, y sigue teniéndola. Este pasado verano, a las cuatro de la tarde, cayendo la más grande, como solemos decir, vi a un pandillón de chavalas, de rosa de pies a cabeza, en dirección al estreno de Barbie. Hace falta mucha magia para lograr eso.
Este otoño parece que va a seguir la tendencia de los últimos. O sea, no habrá, o será mínimo. Y volveremos a nombrar al veranillo de San Miguel, que ya es un verano estable, continuación del original, y que perfectamente puede concluir a mediados de noviembre. Qué barbaridad. No es que ya nos comamos las castañas entre sudores, es que hasta las gachas (que elaboramos por el día de los difuntos) adquieren otro paladar; diferente en todo caso. En Córdoba, San Rafael siempre ha marcado el inicio de la temporada de peroles. Muchos ahora prefieren marear el sofrito, con buen criterio, en la parcela del cuñado, que siempre suele estar bien preparada, con su piscina, su sombra y hasta su barbacoa de obra. Anda que no. Este otoño invisible ha contado con su investidura invisible, la de Feijóo. Sin los apoyos necesarios, la transformó en otra cosa, en una especie de moción de censura, y muchos nos quedamos con las ganas de saber lo que propone y cómo quiere hacerlo. La invisibilidad en determinados momentos es una ventaja, pero lo normal es que no te aporte nada bueno, porque en ocasiones, la mayoría, es bueno dejarse ver. Menuda expresión.
Todavía siguen abiertas muchas piscinas, lógico, al igual que de vez en cuando conectamos el aire acondicionado y la manga corta sigue vigente. No es para menos. Así estamos, así seguimos, con sudores y malas noches, y sin previsión de cambio, me temo. A este paso, las hojas que caigan sobre el asfalto se achicharrarán a los pocos minutos del contacto. Es difícil explicar mi relación con el otoño, me gusta, pero no me gustan estos otoños de cambio climático, que no son antesala de nada y solo una mera continuación de un verano interminable. O lo puedo resumir por mi querencia por la rebequita, que para muchos será una prenda viejuna, pero que a mí me parece de las más útiles, y más gratas, cuando ese fresco de otoño, del verdadero, llega. También es posible que nos cansemos de todo, de lo que tuvimos, como de lo que vendrá. Porque la memoria siempre cae derrotada cuando se enfrenta a la curiosidad.
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