
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Saber irse
Cambio de sentido
Con aquello de los wasaps del presidente con la perita en dulce de Ábalos, me dio por pensar en que no conozco a nadie que saliera con el prestigio ileso de publicarse lo que sueltan por esas teclas en sus grupos privados (ese sustitutivo post-posmoderno de la barra de bar). Servidora la primera, por supuesto; en los chats con mi círculo más estrecho no necesito una boca prestá. Ni el más relamido pasaría la prueba de fuego de ver publicadas sus conversaciones (antes bien, sostengo la hipótesis de que los ameritados comedidos son los peores). Y suelto una hipótesis más: para mí que Sánchez sabía que lo que decía ahí podría ver la luz, porque lo veo hasta contenido, incluso retórico, como escuchándose, privándose de ese momento liberador en el que, en una conversación privada, se nos calienta el boquino. Es como esos que escriben su diario íntimo sabiendo de antemano que lo van a dar a imprenta.
No es en absoluto sano ir por ahí diciéndonos a la cara lo que pensamos las unas de los otros, para empezar porque podemos estar muy equivocados. En cuanto alguien me suelta un “Te voy a ser sincero”, le respondo que mejor me sea educado, y que hace falta tener el ego del tamaño de Chicago para ir diciéndole a los demás qué nos parecen. Existe una ley no escrita, un acuerdo bendito y tácito, que consiste en no ser terriblemente sinceros con quienes no conocemos en exceso, y ello favorece la convivencia. El juicio que los demás puedan tener sobre nosotros pueden ahorrárselo, aunque estas cosas nos van importando menos conforme vamos comprendiendo que la verdad de cada cual no reside en el ojo de quien nos mira, sino en el corazón de quien es tal cual es. En nuestras relaciones sociales la verdad es necesaria, pero también a veces –sin ser hipócritas– cierta dosis de disimulo, que purgaremos si hace falta en unos saludables wasaps con la amiga.
Como practicante del género epistolar y diarístico, desde hace décadas dejo lo que pienso por escrito, gesto este arriesgado para quien pretenda preservar el personajillo que construimos de cara a la galería. Me alivia colegir que el recurso a la falta de sinceridad –en sus formatos de respeto o silencio, no de ojana– la ejerzo con aquellos a quienes no les tiene que importar lo que pienso y que incluso agradecen que lo reserve a mis mensajes y cuadernos. Ante todo, celebro comprobar que la verdad de lo que digo y soy la suponen de sobra quienes tienen que saberla. Otra cosa tiene un nombre que no mola.
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