Si el suicidio es un derecho

En España, 3.600 personas de media al año se quitan la vida, lo que equivale a unas diez cada día

Como ya se ha citado en alguna ocasión, Albert Camus empieza su libro El mito de Sísifo afirmando que "no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Creer que la vida vale o no vale la pena de ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía. El resto de cuestiones… viene después". Los dioses habían castigado a Sísifo a elevar una piedra hasta lo alto de la montaña, piedra que volvía a caer de nuevo para otra vez ser levantada: es el triunfo de lo eternamente inútil y sin sentido. Sísifo había intentado engañarlos y de ahí la verdadera cuestión, el infinito problema, de si tiene sentido la vida o hay que abandonarla para siempre.

Normalmente se ha tratado el suicidio, y así se sigue haciendo, como un fenómeno social. En el libro de culto que el filósofo francés Emilio Durkheim dedicó al tema y que escribió después de estudiar miles de informes de otros tantos suicidios, tras definirlo con precisión científica y organizarlo en tres categorías (suicidios egoístas, altruistas y anómicos), lo considera como un indicador de determinadas sociedades. Durkheim, que en algún sentido los equipara a los divorcios, considera que estos reflejan al grado de anomía de un grupo social, entendiendo este concepto como una situación en la que se ha ido perdiendo el relato de la existencia y las normas han rebajado su trabazón. Unos dirían sociedad abierta e innovadora y, por tanto, resbaladiza como contraste con otra cerrada y tradicional. De todas maneras parece obligado recordar las cifras aireadas el otro día con ocasión del llamado Día Mundial de la Prevención del Suicidio: en España, 3.600 personas de media al año se quitan la vida, lo que equivale a unas diez al día, según los datos de la Organización Mundial de la Salud.

Pero cuando, en la fábula, la terrible convulsión hizo caer en su lecho a madame Bovary; en la leyenda, Diógenes se desplomó muerto tras contener la respiración, o cuando, en la realidad, Stefan Zweig y su mujer bebieron el veneno, es obvio que algo personal se ha roto. Y se ha quebrado cuando la aporía, la no-salida de la situación o el afán salvador se apodera del corazón del protagonista. Es entonces cuando vale la terrible doble cuestión: el enfrentamiento solitario del individuo ante su destino y la pregunta, tan inquietante como el vacío, de si el suicidio sea un derecho humano personal. Porque, de ser así, muchas cosas cambiarían.

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