Confabulario
Manuel Gregorio González
R etrocediendo
En tránsito
Qué nos impulsa a arrastrarnos ante otra persona por puro deseo de sometimiento? ¿Qué nos lleva a rebajarnos hasta perder el último vestigio de dignidad ante esa persona a la que adoramos porque la tememos y a la que tememos porque la adoramos? ¿Y qué nos empuja a anularnos por completo y a comportarnos como gusanos sólo por la pulsión de obedecer a la persona a la que admiramos y tememos? ¿Es por miedo? ¿Es por interés? ¿Es por el deseo perentorio de un beneficio material? ¿Es por una perversa vanidad? ¿Es por la necesidad atávica de formar parte un grupo que nos haga sentir seguros? ¿Es por un mandamiento ideológico al que entregamos nuestra vida? ¿O es por simple miseria humana? Ah, amigos, ese es uno de los grandes misterios de la psicología, un misterio que quizá sólo haya sabido iluminar –y no del todo– el Dostoievski abisal de las Notas del subsuelo, ese tratado inagotable sobre la abyección humana.
Y miren por dónde, esa es la pregunta que uno se hace justamente hoy (ya saben por qué, imagino). Por supuesto que entiendo a la gente que acepta el sometimiento voluntario –mejor dicho, la servidumbre voluntaria– a cambio de un cargo y un sueldo. Es ley de vida. Es mandato zoológico. Pero lo fascinante, lo insondable, lo incomprensible, es entregar la autonomía individual, la conciencia pensante, la propia alma (o lo que sea que ocupe el lugar del alma) a cambio de nada. De absolutamente nada. Eso es lo que ningún manual de psicología podrá explicar jamás. Y no será por falta de ejemplos a lo largo de la historia. Pensemos en aquellos comunistas que iban al matadero después de un juicio farsa y que aun así gritaban “¡Viva Stalin!” con todas sus fuerzas (aunque sabían muy bien que era Stalin en que los mandaba a la muerte). O aquellos seguidores de la secta del Templo del Pueblo, del reverendo Jones, en Guyana, que en ningún momento fueron capaces de darse cuenta de que estaban en manos de un demente dispuesto a matarlos a todos (como acabó haciendo cuando los envenenó a todos con unos zumos llenos de cianuro). O aquellos nazis que siguieron defendiendo a Hitler cuando sabían que no había ninguna posibilidad de victoria. ¿Por qué lo hicieron? Misterio absoluto.
Son preguntas interesantes que quizá no tengan respuesta. Así que aplaudamos, aplaudamos fuerte, compañeros y compañeras, aplaudamos más y más.
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