La esquina
José Aguilar
Salazar no es un dictador luso
Me cuesta creer que un país culto, civilizado, lleno de vidas que merecen más, esté atrapado así. España no es de un hombre solo. No puede serlo. Y sin embargo, vivimos un momento en el que un presidente instalado en la prolongación indefinida del poder, Pedro Sánchez, sigue ahí, sentado en su sillón de la Moncloa, paseando gratis por el mundo, como si el tiempo no pasara, mientras los ciudadanos miran perplejos, esperando que algo cambie, que alguien reaccione, que la política vuelva a ser un servicio y no un refugio. La novedad no es la crisis, sino el fallo estructural del sistema que permite que alguien se aferre al poder incluso cuando ya no gobierna, cuando lo único que hace es resistir. Un sistema que no contempla un mecanismo ágil ni eficaz para que un presidente abandone su puesto cuando ha perdido la confianza del país, cuando ha convertido la estabilidad en inmovilidad. En el Parlamento, la única herramienta es la moción de censura. El artículo 113 de la Constitución la regula, pero la convierte en un laberinto político: quien la proponga debe presentar al mismo tiempo un candidato alternativo, y eso paraliza cualquier intento de control. Hoy, esa moción está secuestrada por intereses, por cálculos, por el miedo a mover ficha. Ese es el fallo de fábrica: una democracia que protege al poder, no al ciudadano. Y en esa grieta se instala Sánchez, que sigue gobernando sin presupuestos, sin proyecto y sin respaldo social. El país se detiene, los hospitales esperan, las empresas frenan, las familias se empobrecen, los jóvenes se marchan. Y mientras tanto, el presidente sonríe con sorna como si nada. Junts lo tiene al borde del precipicio, pero no le suelta la mano. Lo mantiene débil, dependiente, respirando gracias a ellos, porque cada día que aguanta, cobran su precio. Y España, agotada, observa cómo el poder se usa para sobrevivir, no para servir. El sistema, pensado para garantizar estabilidad, se ha vuelto una coraza contra la rendición de cuentas. Y cuando el poder se enquista, la democracia se oxida. Por eso no se trata solo de Sánchez, sino de un sistema que debe cambiar para que nadie vuelva a quedarse así, sostenido por la aritmética y la impunidad. Porque el poder no puede ser eterno. Y mientras tanto, España sigue esperando.
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