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El mundo de ayer
La imaginación nace libre. Todo lo que se nos ocurre de niños bien puede pasar, porque estamos convencidos de que pasa. Yo, por ejemplo, pensaba que al ver una película, la película se rodaba en ese momento. Es decir: yo trepaba al sofá con el mando del VHS en la mano, y al darle al play cientos de personas se ponían de acuerdo para entretenerme, metidos en la tele de tubo de mis padres: preparaban luces, cubrían ojeras, sostenían micrófonos, daban órdenes, se vestían de Power Ranger. Así una y otra vez, día tras día, porque me gustaban mucho los Power Rangers.
El tiempo impuso su lógica. Son los años los que van tallando lo posible a fuerza de acostumbrarnos a lo mismo. Pero eso no significa que sólo lo probable sea posible. Muchas veces me he encontrado en los mismos sitios con la profunda convicción, absolutamente infantil, de que eran réplicas o imitaciones muy conseguidas. Yo estaba convencido de que todos los viernes, al doblar la esquina en el Citroen AX de mi madre y perder de vista el colegio, lo echaban abajo porque ya no servía, y también sabía que el lunes ya habrían construido otro igual para volver a clase. Parecía el mismo colegio, pero no lo era.
Yo estudié en Pino Montano, en ese colegio que cada viernes caía para nacer de nuevo. Hace unos años me acerqué a verlo. Reconocí sus pistas de fútbol, la cancela frente a la que un señor vendía ramitas de palodú, el gimnasio, la zona de arena al fondo, sobre cuyo murete jugábamos a las chapas.
Asomado a la tapia, lo que veía carecía de algo imprecisable. Sueño mucho con ese lugar, y el colegio de mis sueños es más real que lo que veía entonces. Era como si el pasado fuera un zapato heredado, o una cerradura que no podemos abrir como siempre hacíamos. Era como si alguien a quien conociéramos bien un día nos hablara con otra voz, tal vez muy parecida a la suya, pero con un timbre levemente distinto en el que sobrenada un secreto, una duda, un misterio. Era como si un día apareciera en tu cara una cana, una arruga, una sombra. Pareces tú, parecen ellos, pero nadie es quien dice ser.
Es como si también nosotros, nuestro tiempo en la tierra, fuera un planeta o una esfera, un lugar donde lo más lejano se va hundiendo en el horizonte y se pierde, o al menos desaparece, y que tal vez reencontraremos mañana. Creemos recordarlo, creemos haber estado ahí, pero nada nos puede demostrar la forma precisa de las cosas, las palabras que nos dijimos, aquellos que quisimos ser y nunca fuimos. Y a veces, rodeados de espejos, de fantasmas y reflejos, alguien nos toca el hombro, nos damos la vuelta, y miramos a alguien que no conocemos, que viene de un lugar muy extraño, y que se llama como nosotros.
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