La ciudad y los días
Carlos Colón
Yo vi nacer a B. B.
En su ensayo sobre lo cómico, Henri Bergson sostuvo que el humorista es un moralista disfrazado de científico, o sea, alguien que estudia con objetividad los detalles del comportamiento y los retrata frente al juez imparcial de la risa. La comedia sería así un buen instrumento para conocer el tiempo político. Un virtuoso de esa mediación entre risa y conocimiento es hoy el cómico Juan Carlos Ortega, con sus noches en la Ser. El método de Ortega se aproxima a la parodia clásica en tanto usa la distracción en que incurrimos las personas, al ponernos solemnes, respecto a lo jocoso de nuestras contradicciones. Toda caricatura esconde, tras la exageración, un suelo de realidad y por eso hace reír, por ejemplo, una imitación de Oscar Puente diciendo que está contra el sectarismo de los hijos de puta de la derecha. Pero el humor de Ortega es realmente visionario al mostrar cómo se difumina hoy, en la política, la frontera entre caricatura y realidad. La vanguardia de este fenómeno ha sido Donald Trump, claro. Chaplin, que parodió lo absurdo del dictador hitleriano, no podría imitar burlescamente a Trump porque él es en sí mismo su parodia socialmente aceptada. Esto tiene consecuencias ya que sitúa al cinismo político en un terreno inédito de inmunidad frente a la burla. La risa, una forma de control del poder desde Grecia, está perdiendo su significación democrática. No es ya que el político emplee, como Rajoy, distancia irónica hacia sí, sino que éste se confunde estética y moralmente con su parodia, sin que sea posible distinguir el tour virtual de Sánchez por la Moncloa o una rueda de prensa de Ayuso de un episodio de Muchadada Nui. Las tallas de menos en la camisa de Abascal son de una comicidad tan profesional, cercana al guiñol, que destruye la posibilidad de imitación satírica. Del mismo modo, cuando Irene Montero redunda en su jaculatoria implacable contra la privatización del servicio público, tras escolarizar a sus hijos en un colegio privado, está neutralizando una forma básica de la comedia como es la repetición de algo ya dicho en un nuevo contexto que lo hace absurdo. Solía decir un maestro del derecho constitucional que la política no perdona el ridículo. Ya no. Lo autoparódico es hoy una máscara cínica que amnistiada –cuando no aclamada– por la tribu, escapa al control del humor. En este contexto vale proclamar, en homenaje al lúcido Daniel Gascón: “que la asociación imaginaria de Parodistas y Satiristas de España ha de disolverse porque la competencia con la realidad imposibilita que sus socios hagan su trabajo”.
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