El perdedor

El señor Redondo acaso haya pecado de vanidad, atribuyéndose demasiados méritos, propios o ajenos

Es verdad que la alegría del ganador es siempre un poco vulgar, cuando no obscena. De ahí que el perdedor suscite en nuestros corazones una simpatía vaga e inmediata. Pero igual que existe una estética del triunfo ("recuerda que eres mortal" le susurraban al general victorioso que entraba en Roma), existe una estética del perdedor cuyo carácter es, en mayor modo, cursi. El caso del señor Redondo, defenestrado hace unos días de todas sus preeminencias, nos ha recordado ese gesto lírico y autocompasivo del que se soñó inmortal y acaba precipitadamente en el arroyo. Un arroyo que, a no dudarlo, será un arroyo espléndido y con una retribución envidiable; pero un arroyo, principalmente, desde el que la víctima nos recordará su grandeza infausta y malherida.

Talleyrand y Fouché son célebres ejemplos de permanencia en el poder, puesto que su única vanidad fue la de perpetuarse en el cargo. "De repente, entró el vicio apoyado en la traición", escribe el vizconde de Chateaubriand deplorando su encuentro con ambos personajes palaciegos. Ninguno de ellos gozará del melancólico prestigio de monsieur François-René, que prefirió imaginarse con el gesto malogrado y solemne del Ángel Caído. Pero, claro, para presentarse así hay que tener el talento del señor vizconde, porque si no queda uno como un mero postulante contrariado. Sin duda, el señor Redondo considera que se halla más cerca del genio incomprendido que del ministrable cesante. Pero el señor Redondo acaso haya pecado de vanidad, atribuyéndose demasiados méritos, propios o ajenos, cuando el único mérito valedero, según sabemos por Fouché, era el de promocionar en el cargo.

El catalanismo extremo también ha escogido esta pose luciferina del pueblo superior arrojado al abismo. Su última ocurrencia, después de reivindicar la catalanidad de Da Vinci, Cervantes, Santa Teresa, Colón, etcétera, ha sido la de inventarse una abuela española, perdón catalana, para Beethoven. De modo que Cataluña se nos presenta como un país de genios (país que no reivindica a Dalí ni a Remedios Varo), y cuya actual postración se debe a un agente extraño. Para el observador exterior, sin embargo, lo que se sugiere, involuntariamente, es la degeneración de una raza admirable. De Da Vinci hemos llegado Junqueras. Y de Cervantes, al escribiente Torra. En cuanto al señor Redondo, quizá le haya sobrado literatura. Esto es, las ganas de contarlo y darse importancia. Por una cuestión publicitaria Cicerón perdió, estricto sensu, la cabeza.

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