El habitante
Ricardo Vera
Suresnes
El mundo de ayer
Descubrí a Yasujiro Ozu por casualidad. Detrás del mostrador de la videoteca de la Facultad de Comunicación se adivinaba el almacén, tras una puerta abierta, lleno de estanterías metálicas hasta arriba de estuches y de vidas posibles. A veces me equivocaba al dar el código de la película y a veces se equivocaban ellos en dármela. Descubrí a Bergman así, cuando me entregaron, sin yo esperarlo, Fanny y Alexander. También a Ozu.
Algo sabía ya de él. En la carrera, y en algún artículo suelto, aprendí que era uno de los tres grandes directores del cine japonés clásico junto a Kurosawa y Mizoguchi (yo añadiría a Kobayashi, pero así son las listas). Kurosawa y Mizoguchi hacían un cine que nosotros entendemos fácilmente. Ozu es el más desconocido, el más distante y, tal vez, el más reverenciado.
Este mes la Filmoteca Nacional proyecta gran parte de su obra, y pude escaparme a ver, en su sala principal y de aires azules, Primavera tardía. Decir que uno ha visto Primavera tardía es como decir que uno ha visto cualquier película de Ozu: Cuentos de Tokio, El comienzo del verano,Buenos días. Todas sus grandes películas cuentan la misma historia: la vida del Japón de la posguerra, culturalmente invadido por Estados Unidos, y la convivencia entre su futuro y su pasado, personificados en sus jóvenes y en sus mayores y en los conflictos intergeneracionales. Sus tramas son mínimas. Sus cámaras están casi siempre quietas. Sus actores –Setsuko Hara, Chishu Ryu– son casi siempre los mismos. No hay efectos visuales, no hay prisa. Pero hay algo –en el tiempo, en los encuadres, en la repetición obstinada a lo largo de los años– que convierte a sus películas en trozos de vida, o en algo más real que la vida.
Si apagamos las luces y esperamos el tiempo suficiente a que nuestros ojos se adapten a la oscuridad, empezaremos a ver lo que estaba ahí y no éramos capaces de ver. Así ocurre con las películas de Ozu. La historia, si es que existe, se despliega capa a capa, con calma, en planos largos de árboles y de paisajes urbanos, de trenes que pasan, de tejados y postes de la luz y niños recortados contra el cielo. La música es dulce, los diálogos breves. Siempre hay un salón, el mismo salón, alguien sentado en el suelo, alguien de pie que trae té o la colada. Un niño corretea por los pasillos, una mujer sonríe, diga lo que diga y pase lo que pase. Sólo escribir esto, recordar su cine, me calma. En su visión del mundo hay algo parecido a aquello que busco. Tal vez haya algo en mí de japonés, o tal vez haya en Ozu algo mío. Y de todos.
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