La vida vista

Félix Ruiz / Cardador /

La niña de Kafka

LA historia que hoy relato ocurrió en 1923, en Berlín. Tenía por entonces Franz Kafka, protagonista de la anécdota, 39 años y apenas le restaba uno de vida. El autor de La metamorfosis, que murió casi que en el anonimato, paseaba un día por el parque Steglitzy de la ciudad alemana y allí se encontró a una niña pequeña que lloraba desconsolada. Le preguntó el novelista que qué era lo que le ocurría y la cría le explicó, entre sollozos y pucheritos, que se le había perdido su muñeca favorita mientras jugaba y que ahora no aparecía. Cualquiera en el lugar de Kafka, tras verificar que no había manera de encontrar el juguete, supongo que habría intentado consolar a la chica y le habría comprado una gominola, pero al escritor, espíritu ultrasensible, se le ocurrió explicarle a la chiquilla que la muñeca no se había perdido sino que había ido de viaje. La niña se creyó la historia de pe a pa y Kafka, según relató tiempo después la actriz Dora Diamant, su última pareja sentimental, no dejó ahí la cosa sino que durante varias semanas se dedicó a escribir cartas en las que se hacía pasar por la muñeca. Relataba en ellas viajes fabulosos por medio mundo y luego las entregaba a la pequeña, que las leía encantada, claro. La historia concluyó cuando el escritor decidió escribir una última misiva en la que la muñeca se despedía dado que había encontrado el amor, se había casado y ya no le daba tiempo a escribir. Franz Kafka, como se dijo al principio, murió al año siguiente y fue a partir de ahí cuando su obra, apenas publicada en vida, comenzó a difundirse hasta convertirlo en quizá el escritor que mejor define la Europa del siglo XX. Con la fama, y una vez Diamant difundió esta historia, también llegó el interés de los periodistas por la niña de Berlín, pero nunca nadie dio con ella ni con las cartas, de las que quizá pueda quedar una copia en los papeles del autor que la Gestapo le quitó años después a Dora y que todavía hoy se buscan. Quiero decir que la chiquilla se esfumó en la historia, pero sí que queda este relato de empatía con el dolor ajeno como un espejo al que los europeos deberíamos asomarnos hoy. Porque quizá la niña de Kafka no creció nunca y es esa misma niña que, a través de la tele y las fotografías, nos mira desde Idomeni o desde cualquiera de los muchos lugares del mundo donde, por desgracia, los niños padecen el hambre, la guerra y la miseria. Kafka nos marcó un camino a seguir, el de la empatía, pero escasa atención le prestamos. Europa hoy da la sensación de que apenas sabe leer su propia historia y menos su literatura.

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