Vía Augusta
Alberto Grimaldi
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Cuando resuenan en nuestra memoria cultural aquellas palabras de Lincoln, un gobierno del pueblo, para el pueblo, por el pueblo, aunque ese antiguo deseo nos asalte por un accidente melancólico, es normal que nos sobresaltemos con esto de ahora.
Gobierno, desde luego, lo hay por toneladas: con múltiples niveles, que suman más sitios por copar; con infinitos juegos de competencia, atajos escapistas en sus manos; con mil regulaciones, como si acotar la libertad beneficiase siempre al bien común. Lastre. Que sea para el pueblo (si eso solo se valida cuando mantienen el poder), o por el pueblo (si no se intenta rendir para todos, sino solo para quien les aúpa), es una broma demasiado sórdida.
A esta política no llega casi nada bueno hoy. Hay excepciones contadísimas, pero cuesta encontrarlas y su permanencia es casi milagrosa, dado el nivel de amenaza que tienen. El grueso no es listo ni, mucho menos, competente. Ninguna empresa humana, medianamente comprometida con ese valor, les daría bola. El nivel es sencillamente tan lamentable como parece. No valen un duro.
En los más de los casos, ni siquiera los elegimos. Es solo ficción. Parece, pero no los elegimos. Solo escogemos el bulto. Ninguno de estos tipos nos debe su puesto. Si son soldados rasos del montón, se lo deben a su mesa camilla (desde lo local a lo sideral); si son el baranda, igual pasaron un crisol previo, con o sin urna, interno, cruento y regado de promesas, o fueron tocados por cualquier ungido, que les abre caminito sin rival, alma vendida. Más de diez decenas de señorías por cada lado, votando lo que sea que convenga como máquinas analógicas. Si nada nos deben, ¿en qué nos han de conquistar?
La distancia entre la lógica y la estética democrática y esto es abismal. No es necesariamente autocracia, aunque al final llegue ahí. Es más cutre. Neciocracia, el gobierno de los idiotas, pero con bagaje crítico: ni para el pueblo, ni por el pueblo; para su tripa, por la cara. Sí. Urge.
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