Licenciarse en ti

Hay decisiones que se toman demasiado pronto y dudas que llegan demasiado tarde. A los dieciocho –o antes– nos plantan frente a un formulario como si la vida cupiera en una casilla, en un puñado de asignaturas, en un título colgado en la pared. “Elige bien”, nos dicen, “porque es para siempre”. Y nos lo creemos.

Nos educan para decidir rápido, para vivir deprisa. Pero ¿quién dijo que cambiar de dirección es rendirse? ¿Desde cuándo transformarse dejó de ser un acto de valentía? Neil Gaiman lo resumió con verdad: no importa el título que tengas ni la etiqueta que el mundo te puso. Eres lo que haces. Y lo que haces bien, casi siempre, nace de lo que amas.

Si vas a equivocarte –porque vas a hacerlo–, que sea haciendo algo que te incendie el pecho. Si vas a gastar tu tiempo –ese bien escaso pero libre si lo usas bien–, gástalo en algo que merezca quedarse: una obra, un negocio, un poema, una vida distinta.

La juventud no es una fecha en el DNI. Es la capacidad de reinventarse. Hay quien se gradúa de sí mismo a los cincuenta, quien rompe el mapa y dibuja otro con la esperanza como norte interior. Porque no somos lo que elegimos a los dieciocho años. Somos cada pregunta incómoda a los treinta, cada salto al vacío que damos a los cuarenta, cada traición a la resignación a los cincuenta.

Nadie debe fidelidad a su versión antigua. La vida no es una línea recta: es un verbo, conjúgalo a tu manera. Elegir tu vida no es un acto único, es un gesto diario, una conversación contigo que se renueva cada mañana. ¿Y si...?, susurra la duda. ¿Y si aún estoy a tiempo?

Esa punzada no es debilidad: es tu libertad llamándote. No importa si estás empezando o volviendo a empezar. Lo único imprescindible es no renunciar al impulso de avanzar. Porque quien fuerza su ritmo, desafina su vida. El único error es quedarse quieto.

No temas empezar otra vez; teme conformarte. Mientras despiertes, aún estás a tiempo. Y como dijo Juan Ramón Jiménez: “Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado”.