Tribuna de opinión

La gran injusticia

No olvidemos la facilidad de ser injustos, de condenar al inocente, de manipular los derechos

Un momento de la XIX Sentencia Romana de Montilla.

Un momento de la XIX Sentencia Romana de Montilla. / El Día

El sábado 25 de marzo tuvo lugar en el salón de actos del Ayuntamiento de Montilla la XXIX Sentencia Romana que organiza la asociación cultural Centuria Romana Munda. Se trata de un proceso a Jesús a cargo de un prestigioso jurista. Este año fue Jorge Rodríguez-Zapata y Pérez, presidente de la Sección de Derecho de la Real Academia de Doctores de España y presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo hasta su jubilación en noviembre de 2020, exmiembro del Tribunal Constitucional, el protagonista de la Sentencia a Jesús.

El magistrado afirmó: “El proceso a Jesús no se basó en la rectitud de la Justicia, que caracterizaba al proceso criminal hebreo para causas de muerte, sino en la iniquidad más absoluta, hasta el punto de constituir un verdadero asesinato judicial”. Desgraciadamente las injusticias acompañan frecuentemente nuestras acciones y, en no pocas ocasiones, disfrazadas del amparo del Derecho. A veces, apoyadas en supuestos derechos, acaban degradando a quienes las cometen y aquellos que pretenden defender.

Da la casualidad que quienes condenaron al Justo, desde sus altas estancias, fueron personajes reconocidos históricamente como corruptos: Caifás, Poncio Pilatos y Judas, que se vendió por treinta monedas de plata.

Ante el Ecce Homo de Juan de Mesa el Mozo se leyó la sentencia: “Te condeno, Señor, y rezo para que se cumpla hasta el fin de los tiempos la tercera petición del Padrenuestro que Tú nos enseñaste: ¡Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo!” Realmente a Cristo, por ser el Hijo de Dios, nadie le podía ejecutar. Él entrega voluntariamente su vida al Padre en rescate por nuestros pecados. Agradezcamos este admirable intercambio y busquemos cumplir la voluntad de Dios; su Justicia sí que nos hace justos y felices.

No olvidemos la facilidad de ser injustos, de condenar al inocente, de manipular los derechos. Rechacemos el pecado, la injusticia, pero acojamos al pecador. Otorguemos el perdón con facilidad y pidamos perdón. Perdonar es lo más grande, divino, que podemos hacer. Nos ennoblece. Pero busquemos la justicia, el bien y la bondad. Realmente, al margen de Dios no se dan ni el derecho ni la justicia.

Me comentaban unos padres que ninguna autoridad les puede obligar a malquerer a sus hijos y dejarles indefensos frente al mal, que les daña y denigra como personas; que estarían dispuestos a ir a la cárcel antes que renunciar a lo que dignifica a los suyos: el sentido sobrenatural, el sentido común y su identidad sexual, personal. Si procuramos orientarles, formarles, acompañarlos en su desarrollo, no podemos dejar al albur los grandes pilares de la vida. No se puede edificar una vida lograda, sana, feliz sin fundamentos sólidos; solo con volátiles sentimientos.

La Semana Santa que estrenamos no puede quedarse en un tiempo de descanso o en un disfrutar de los desfiles procesionales. Debemos vivirla con sentido, aprovechar este tiempo de gracia que la Providencia nos otorga para profundizar en nuestra fe, en el encuentro y seguimiento de Cristo. No podemos ser meros espectadores de la Pasión.

Hoy, Domingo de Ramos, podemos acompañar a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén. Reconocerle como Hijo de Dios, Mesías y Salvador. No olvidemos nuestra fragilidad, lo inestable de la condición humana: hoy podemos aclamar y mañana condenar. Vamos a acogernos a lo único que da estabilidad a la vida, a la Palabra de Dios, a su gracia, a su Cruz: Stat Crux dum volvitur orbis (La Cruz está firme mientras el mundo da vueltas) reza el lema de los Cartujos.

El Triduo pascual comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor el Jueves Santo. Conmemoramos la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. La acción sagrada se centra en aquella Cena en la que Jesús, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el testamento de su amor, el Sacrificio de la Alianza eterna. Un momento significativo de esta ceremonia es el lavatorio de los pies a los Apóstoles: muestra de amor que sirve, que se abaja y humilla.

El que pronto dará su vida por nosotros, ahora se hace nuestro servidor: nos enseña a servir con detalles a los demás. Luego se trasladará el Santísimo Sacramento al Monumento en una solemne procesión. Allí acompañaremos, en actitud silenciosa, a Jesús en su oración sacerdotal en el Cenáculo y luego en el Huerto. No dejaremos solo al que abandonaron sus discípulos.

El Viernes Santo escucharemos conmovidos el relato de la Pasión del Señor, adoraremos la Cruz y nos uniremos íntimamente con Él en la comunión sacramental. Podemos también vivir la devoción de hacer el Vía Crucis.

El Sábado Santo la Iglesia enmudece. Estamos tristes, conmovidos contemplando el Cuerpo del Señor que descansa en el Santo Sepulcro. Acompañemos a María, Madre dolorosa, en su espera a la Resurrección de su amado Hijo. De este Sábado Santo procede la devoción de dedicarle a la Virgen todos los sábados del año. No queremos dejarla sola.

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