La gracia de la tauromaquia

A mi amigo Agustín le brillaban los ojos como a un adolescente cuando glosaba las maravillas de Morante

Ahora que hemos vuelto a la calle, nos hemos reencontrado con personas que hacía mucho que no veíamos. A Agustín, hijo de torero, llevaba más de un año sin verle y añoraba su manera inteligente de vivir y la dignidad de sus argumentos. Pensaba que, tras el parón, daríamos un repaso a nuestra mediocre política nacional, argumentos no faltan, pero él venía decidido a ir por otros derroteros y no paró de hablarme de Morante, a quien acababa de ver en una corrida apoteósica. Les confieso que no me gustan los toros, pero tras escuchar su emoción al hablar del maestro de La Puebla del Río, decidí hacerme seguidor de éste, porque alguien capaz de inspirar tanta alegría no podía ser malo. Y a mi amigo Agustín le brillaban los ojos como a un adolescente cuando glosaba las maravillas del torero andaluz.

Siempre me ha costado entender en qué reside la belleza de jugar con la muerte y cómo cabe catalogar de hecho cultural el sacrificio de un ser vivo ante el alborozo de los espectadores ; pero cuando algunos de mis mejores amigos me aceptan como partícipe de sus animadas tertulias taurinas y les escucho hablar con tanta pasión y respeto por aquello que yo no acierto a comprender; descubro que de lo que hablan no es de la muerte, sino de un modo distinto de vivir, y que su entusiasmo no esconde comportamiento retrógrado alguno, sino una forma alegre y apasionada de celebrar el estar vivos. Cuando contrasto su actitud con la de quienes desean prohibirles su fiesta, encuentro en los defensores de ésta más luces y pasión que en el radicalismo oscurantista de sus contrarios.

Sí, la vida ha vuelto y con la normalidad también la sensación de que sin riesgos la existencia es anodina. En pocos años, quizás recordemos la pandemia como nuestra última aventura colectiva, del mismo modo que quienes estuvieron en una guerra rememoran ésta sin descanso. Nada nos aniquila más que el aburrimiento. Durante los últimos meses hemos bailado con la muerte; también es cierto que el drama nos ha hecho vivir a todos de un modo más apasionado que de costumbre. No nos hemos aburrido y hemos cambiado en dos años más que en todas las décadas anteriores. Estamos más seguros, pero ya no saldremos a aplaudirnos a los balcones. Porque vivir con miedo y enfrentándose a él convierte la vida en algo emocionante y la seguridad es tediosa. Quizás en eso resida la gracia de la tauromaquia. Por eso, aunque mantengo las dudas, ahora soy de Morante.

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