PUES va a ser verdad eso de que el Córdoba sólo expone lo mejor de sí mismo -principalmente en lo que atañe a la actitud, la garra, los redaños o como quieran llamarlo- en situaciones límite. Cuando está acorralado por las circunstancias, agobiado por una amenaza real en la clasificación y bajo sospecha. Ahí se mueve a la perfección, se siente grande y ofrece lo que viene siendo la especialidad de la casa: vender con una imagen de éxito sus capotazos al fracaso. Ayer no era el caso. Venían los blanquiverdes con la etiqueta de equipo solvente, con empaque, lo suficientemente cerca de los puestos altos como para soñar y lo bastante lejos de los de abajo como para mantener la cordura. Llegaba el Numancia mohíno, con un expediente como visitante de lo peorcito de Segunda (ocho puntos sobre 36 posibles) y cierta inquietud por la situación de su técnico, Juan Carlos Unzué.
El Córdoba, que no perdía ante los suyos desde mediados de septiembre del año pasado, lo volvió a hacer ayer del modo más inoportuno. En el fondo y en las formas. La ola de razonable optimismo que invadía al cordobesismo quedó mitigada ayer porque el equipo, tras una notable primera parte, se desmoronó tras el descanso. El Numancia se creyó mejor y el Córdoba no le convenció de lo contrario. Después del 1-2, con tiempo aún por delante, los anfitriones apenas generaron peligro. En los últimos minutos, la deserción de los seguidores dejó las gradas semivacías. El Córdoba, ayer, no convenció a nadie.
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