¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Pelotas, no; balas, sí
Acción de Gracias
El mundo encerraba un sinfín de peligros de los que te advertían los adultos: te mostraban, con un propósito aleccionador, el periódico con la dramática noticia del niño que había muerto electrocutado al abrir la nevera descalzo y mojado; también había que ponerse algún tipo de calzado para pasear por la playa, porque contaban –sería, intuyes ahora, tan sólo una leyenda– que una chica se había clavado, accidentalmente, una mañana en la Cruz del Mar, una jeringuilla escondida en la arena. Por las noches, cuando ibais al cine de verano, los padres os pedían que tuvieseis cuidado, que si algún extraño se acercaba a vosotros salierais corriendo, por si algún joven enganchado a la droga os sacaba la navaja para robaros. Visto con la distancia del tiempo, te resulta curioso que tantos temores no enturbiaran el sentimiento de habitar un paraíso, quizás porque el sol de la infancia, o la imaginación generosa de esos años primeros, acababan alumbrando todo lo que pudiese ser oscuro. Entonces jugabais en un descampado porque todo era virgen aún, todo tenía que construirse todavía, todo era salvaje y nuevo, y estaba teñido de una emoción genuina. Ese litoral era el territorio de la aventura, de la amistad, el lugar de lo bueno y de lo hermoso.
Has vuelto muchas veces a pasear bajo ese faro sobrio y sin embargo imponente, a la pequeña cala en la que cogíais camarones, a esa casa que olía a cazón en amarillo, a esa bodega en la que el aroma dulzón del moscatel atravesaba el aire. Has entrado en la sombra del santuario y has cerrado los ojos, esperando encontrar dentro de ti algún rescoldo de ese fervor antiguo, y has buscado con la mirada, sin suerte, aquel viejo local de La Ibense donde despedíais las vacaciones con el capricho de una copa de helado; aquella pared –hoy un solar tomado por las hierbas– donde proyectaban todas esas películas que te hicieron quien eres. Te has topado en tu deambular nostálgico con los puestos de libros donde compraste tus primeras novelas, clásicos impropios de tu edad que leías con el orgullo de saber que crecías. En varias ocasiones te pareció ver a un niño con tus rasgos, subido en un coche lleno de maletas, que lloraba porque dejaba atrás a los amigos, porque regresaba a la ciudad y le esperaban los días mortecinos del otoño. Quizás ese chaval ya sabía que, por muchos aviones que coja y por muchos destinos que visite en el futuro, ningún verano será tan luminoso ni habrá otro sol como el sol de la infancia.
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