La dulzaina

En medio de la campaña, la lluvia nos ha devuelto a un estadio ancestral en el que parecíamos más puros y libres

El otro día, cuando empezó a llover, un hombre salió a la calle y se puso a tocar una dulzaina. ¿O fue al revés: empezó a llover porque aquel hombre había salido a la calle tocando una dulzaina? El caso es que eso ocurrió en mi barrio y estos días hemos estado hablando del hombre que tocaba la dulzaina. En primer lugar, porque casi nadie sabía cómo suena una dulzaina, ese pariente pobre del oboe que se toca en las fiestas y en las romerías populares de Castilla. Y en segundo lugar, porque la lluvia nos tenía tan maravillados que nunca supimos si aquel hombre era una especie de rain man, o de hombre lluvia, como aquellos chamanes indios que salían a veces –no muchas– en las películas del Oeste.

Nuestro buen hombre lluvia fue caminando durante un buen rato por la calle, empapado por el agua sin dejar de tocar la dulzaina. Vaya instrumento. La dulzaina no sonará jamás en un vals ni en una pieza de Stravinsky: tiene un timbre quebrado que suena muy antiguo, como imaginamos que sonaban las flautas de Pan que tocaban los hombres primitivos cuando intentaban atraer a la lluvia en épocas de sequía. En Marruecos hay unos instrumentos parecidos a la dulzaina –las rhaitas– que tienen un timbre todavía más áspero y astillado. Si hay una fiesta o una celebración, no tardan en aparecer las rhaitas. Y si algún día tienes la suerte de toparte con una boda por la calle, no tardan en aparecer los tocadores de rhaita que siguen a la novia que va en burro a la casa del novio. Una vez vi el cortejo de una boda así en el Zoco Chico y al oír el sonido de las rhaitas –desafinado, salvaje, primordial, como surgido de las entrañas de la tierra–, entendí por qué Brian Jones se quedó fascinado por los músicos de Jajouka cuando estuvo en Marruecos.

El hombre de la dulzaina tenía también algo de músico ritual de una cofradía sufí. No sabemos si agradecía la llegada de la lluvia –tan arisca durante estos últimos tiempos–, o si por el contrario la había provocado saliendo a la calle a tocar ese instrumento que casi nadie toca. El caso es que empezó a llover y todos salimos corriendo a la calle. No hay imagen más feliz que un niño chapoteando en un charco bajo una lluvia benigna. Y ahora mismo, en medio del griterío de la campaña electoral, la lluvia nos ha devuelto a un estadio ancestral en el que todos parecíamos más puros y más libres. Esperemos que vuelva pronto.

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