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El manisero se acerca con un tumbao considerable a la hora de caminar, enfilando la calle 8 de Little Havana. El manisero, como buen cubano de origen, se llama Mani y entra en los locales donde se agolpan, pero cómodamente, los turistas, los locales y los que van por negocios, pero aprovechan un rato tras el trabajo para un mojito clásico, una mimosa, una cerveza bien fría o un café que no sea brebaje. En el Old’s Havana en concreto, Mani da espectáculo. Tras acoplarse en la bulla para no tapar a los tres tipos que, con guitarra, bongo y trompeta, además de voz, le meten son al día de Miami, se te acerca con gracia y te pregunta “Happy, ¿today?”. Da igual qué contestes. Si no, maní por un dólar para dártela; si sí, maní por un dólar para agrandarla.
Miami tiene la competencia y la competitividad de todo Estados Unidos, en particular de toda la Costa Este. Es pujante, es atractiva, es vital. Te abre la puerta para el trabajo y para el negocio. Como en cualquier parte de Estados Unidos, más allá de la mala fama que se les predica en una muy vacilante y estancada Europa, preñada de burocracia, cargada de lentitud, espesamente regulatoria, escasamente creativa y fritos, fritas, los europeos, las europeas, a impuestos (cada vez más injustificados, cada vez más confiscatorios), si arriesgas y trabajas duro (pero duro, duro) es posible triunfar. También fracasar, por cierto, y por supuesto, pero ese fracaso no te lastra definitivamente, sino que puede reimpulsarte y te lo van a valorar porque arriesgaste y sigues queriendo aprender. Miami, como Estados Unidos, es otro rollo, pero, además, allí, a diferencia de otros lugares, encuentras rostro humano.
Solo describo a doce mil metros de altura lo que de una experiencia que ya empieza a ser relevante aprecio. Si lo comparase con lo nuestro, hoy día, lamentablemente, no llegamos. Y podríamos. Mani, el manisero, se lo curra, lo intenta, lo persigue y tiene un modelo y, además, le dejan experimentarlo. No le molestan. Yo daría un dólar cada día por eso.
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