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Dice el DRAE que la discreción es, en su primera acepción, “sensatez para formar juicio y tacto para hablar y obrar”. Si nos ajustamos a tan lograda definición, comprobamos que corren pésimos tiempos para una virtud hoy pisoteada en las redes, ignorada en esta era del simulacro, del postureo y del perpetuo escaparate. Hay muchos, demasiados, que existen y quieren existir en la apariencia. Protesta el profesor de filosofía Luis Miguel Andrés Llatas de esta actitud mema e infantiloide que nos hace actuar permanentemente para el público, para aquellos que curiosamente jamás conoceremos, mientras que cada vez nos alejamos más de quienes tenemos cerca. Nos confesamos, añade, mucho más con la pantalla que con amigos reales, como si intuyéramos que con ellos la farsa no tiene cabida ni futuro. Corrigiendo a Descartes, ahora el principio muta: soy visto, luego existo.
Sin un objetivo claramente provechoso, hemos prostituido una parte importante de nuestra intimidad. Deseamos sentirnos protagonistas de una peripecia falsa, decorada, artificial y voluntariamente indiscreta. Necesitamos –se me escapa su porqué profundo– la aprobación de los otros. Aún más, matamos porque nos sigan, porque les guste y compartan eso que en verdad no hacemos, pero que fingimos para obtener la exigua recompensa de un aplauso. Es, desde luego, un mal negocio. Si abrimos el ventanuco de nuestra recóndita intimidad, de cuanto debe quedar únicamente al alcance de unos pocos, nos devaluamos como personas, pasamos a ser meros personajes de una tragicomedia inacabable, postiza y absurda.
Elegir la alternativa de la discreción, alejarse con prudencia del teatro del mundo, constituye, además de una valiosa y valiente virtud, un auténtico mérito. Ése que ejercen los que dudan, los que se saben imperfectos, los que callan para no hablar sin fundamento, los que no necesitan ser aclamados para estar a gusto con ellos mismos.
La discreción es, pues, una virtud en franca retirada, sometida a una decadencia progresiva, hija del desatino que avanza. Pero, aunque a veces alcanza un extraño matiz peyorativo (en ocasiones ser discreto define un cierto grado de mediocridad, de limitada inteligencia o habilidad, y en tal sentido lo utilizamos como andanada), es también algo más: un arte que custodia tesoros como el anonimato o la invisibilidad. Pero de esto, y de las sugestivas ideas por ejemplo de Pierre Zaoui, les hablaré la próxima semana.
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