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José Aguilar
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HA aparecido en el telediario un sacerdote mexicano que andaba por Roma para recibir lecciones del Papa y que en sus ratos libres, según decían en el Telediario, cambiaba la sotana por el traje de luces. Y yo que creía que se habían acabado los tiempos del Niño de las Monjas, o de Mondeño, que se cortó la coleta para colgarse los hábitos de monje.
Tampoco lo de los curas y la tauromaquia debe verse como una cosa rara pues si nos atenemos a la teoría sacrificial de la tauromaquia, el torero no es sino un sacerdote puesto por el pueblo con el objetivo de completar el sacrificio -del toro- a los dioses. La capilla ya está en todas las plazas de toros; al torero en su primera aparición ante cuatreños se le llama toricantano, imitando el nombre de misacantano que se le da al sacerdote cuando canta su primera misa; los colores de los trajes de luces, esos cardenal y oro, obispo y oro, remiten a la labor sagrada del torero; el matador, además, bebe en vaso de plata que no es otra cosa que el correspondiente cáliz del sacerdote en el altar. Sólo queda recordar la equivalencia del ritualizado vestir del torero en su habitación que -monaguillos/mozo de espadas incluido- se parece demasiado a la misma acción que realiza el sacerdote en su cuartucho antes de salir reluciente en oro a dar la misa.
Y por ir más allá, una de las grandes luchas ideológicas de la humanidad tuvo lugar en los dos primeros siglos de nuestra era cuando el catolicismo efervescente pretendía ocupar el lugar de honor en las creencias de los súbditos del Imperio Romano. Los romanos, que hasta ese momento se dedicaban a asimilar dioses y religiones como el que asimila partidos del Campeonato del Mundo de fútbol, andaban últimamente venerando sobre todo al dios Mitra, una deidad oriental que los legionarios se habían encargado de divulgar y extender por todos los limes del imperio. Hace unos años estuve junto al altar de un templo mitraico junto a la muralla de Adriano que separaba la Inglaterra romana de la Escocia de los pictos, hasta allí llegó Mitra. Mitra, una religión sacrificial cuya deidad era representada matando un toro, cayó finalmente ante el empuje del cristianismo no sin antes haber dejado a éste varias herencias relacionadas con los sacrificios, entre ellos el del toro. Sólo hay que visitar plazas de toros como la de Santa Cruz de Mudela en Ciudad Real, cuya puerta de entrada al callejón lo es a la ermita o santuario de Nuestra Señora de las Virtudes; o recordar que la plaza de Soria, el coso de San Benito -véase el nombre santo- está construido sobre el lugar sagrado que era la iglesia de Nuestra Señora de la Blanca. Esta unión iglesia-tauromaquia sacrificial le debe mucho al culto al dios Mitra, así que cuando veo un cura por la calle me dan ganas de echarle un capote.
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