NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
No soy artista, decía John Ford de sí, tras establecer la gramática del cine. Hacer westerns, en su caso, no era un acto de creación sino de reinvención épica de una Nación surgida años atrás, en el Este americano, como un pacto sobre la tierra entre unos protestantes y Dios, al estilo del Antiguo Testamento. Nacida con el pecado original de la esclavitud, la Nación, para ser una, necesitó una Guerra Civil dirimida casi al mismo tiempo en que se abría a su destino el Oeste, es decir, las tierras que fueron de la Nueva España, fugazmente mexicanas. El cine de Ford, quien veneraba a Lincoln, fue clemente con los confederados que lucharon por su cultura de la propiedad sobre los negros. Les redimió a través de una estética, de un paisaje y de otro antagonista: los indios. Su gran western sobre el indio es The Searchers, la Odisea de los USA. Centauros del desierto, su título en español, es claramente superior. ¿Quiénes eran centauros? No lo es John Wayne, Ethan, un confederado consagrado tras la derrota a encontrar a su sobrina Debbie, raptada y criada por los indios. Aquellas bestias con tronco de hombre, jinetes fundidos al caballo español, son comanches, centauros de una geografía también hispana, extendida por Texas y Colorado, por Utah y Nuevo México, allí donde Ethan encuentra a su sobrina y duda en matarla al verla hecha india. En el cine español no hay género indiano, es un imposible. No obstante, una estética campesina del bajo Guadalquivir atraviesa todo western, donde el cantinero o la puta a menudo hablan una lengua extrañada, la nuestra. El envés del western es un género sobre el exterminio indígena. Los indios en Centauros, la obra total, caen como animales. Ethan dispara a los ojos a un cadáver comanche recién exhumado para privarle de ver el cielo y hay un primer plano del jefe Cicatriz, hierático, que pone en duda su naturaleza humana.
López Obrador reclamó a Felipe VI disculpas por la conquista de México. En el Rancho de Izaguirre, Teuchitlán, se ha hallado un horno crematorio para exterminar a púberes no válidos para el sicariato, sin mucha conmoción por parte de Claudia Sheinbaum, la presidenta mexicana. Son más de 120.000 las desapariciones forzadas en México. Todas las gentes del mundo son hombres, dijo Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapas, hace cinco siglos, para afirmar el alma de los indios frente a nuestra barbarie encomendera. Hoy la redención pasa por ver en el desaparecido del Rancho de Izaguirre lo mismo que en el rostro del jefe Cicatriz: a nuestro semejante, a nuestro hermano.
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