Tribuna
Raquel Montenegro
Lo que esconden los despachos
En qué momento desaparecieron las cabinas sin que nadie las echara de menos? Durante años, formaron parte del paisaje urbano como árboles metálicos de la palabra, discretos santuarios de lo urgente. No eran simples dispositivos: eran cápsulas de humanidad suspendidas a la intemperie. Allí, con el auricular en mano y el corazón en vilo, el ser humano quedaba a solas con su voz. No había más: ni pantallas, ni distracciones. Solo la palabra, su peso y su destino.
La cabina no era un mueble urbano, sino una arquitectura del instante. Al marcar número por número, se activaba un ritual. Cada conversación era una peregrinación: silencios, despedidas, amor. En ese espacio estrecho, la presencia era total: sin testigos, sin artificio.
Hoy hablamos desde cualquier sitio y desde ninguno. La palabra se ha vuelto volátil. El flujo ha sustituido al encuentro.
Como escribió la filósofa Marina Garcés, “necesitamos espacios de presencia, no solo de conexión”. Y las cabinas eran eso: presencia comprimida. El tiempo allí no se medía en minutos, sino en intensidad. Se hablaba de lo esencial, porque el entorno imponía dignidad.
Incluso el silencio tenía espesor. La conversación pesaba. Aunque atados a un cable, esa limitación ofrecía paradójicamente libertad: estar con otro, sin desvíos ni fingimientos.
Las cabinas sabían esperar. Eran arquitecturas de la pausa. Y acaso ese sea hoy el lujo más escaso: la espera. Lo importante exige cuerpo, intención y lugar.
No eran todas iguales. Cada cabina tenía su acento, su forma de estar. En Londres, el rojo solemne era casi un emblema nacional, un punto fijo entre la niebla. En Buenos Aires, las verdes parecían llover despacio, como si escucharan tangos. En otras ciudades, curvas u opacas, decían algo sin hablar. Bastaba mirarlas para saber dónde estabas: eran geografía, identidad, pertenencia.
Ahora, oxidadas o arrancadas, caen. Pero no cae solo un objeto: cae una forma de estar.
¿De qué otras formas de estar nos despedimos sin notarlo, mientras creemos –ingenuamente– estar más conectados que nunca?
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