La Rayuela
Lola Quero
La fiesta de Alvise
Cambio de sentido
Curioso y artero fenómeno sociológico: ante circunstancias adversas –urdidas o sobrevenidas– el miedo es capaz de hacernos apoyar cosas ante las que hemos estado siempre en contra. La pandemia nos llegó a situar en el punto de apoyar que se cerraran los parques y se nos prohibiera pasear solos (insisto, solos) por la calle. Así también, la amenaza de una Tercera Guerra Mundial es capaz de persuadir de la idoneidad del rearme más letal y de la vuelta del servicio militar a los que antaño gritaron “¡OTAN no!”. Menuda herramienta, cuando no arma de control masivo, la jindama.
Y funciona: hace poquito, Robles ha salido a vender –y muchos se lo han comprado– mayor inversión en Defensa. Pero ha despejado (por ahora) los rumores de que vaya a volver la mili a España, a diferencia de otros países europeos, que ya la tienen o se lo plantean. (En Suiza, hace poco, flipé al ver a quintos con su petate…). La lástima de no imponerse aquí la mili para hombres y mujeres es que no voy a poder cumplir mi sueño de ser insumisa, que es algo que siempre me atrajo por una cuestión léxica: qué delicia de adjetivo. Ni objetora ni leches, insumisa. Estrafalaria, eso sí, pues llevo toda la vida escuchando con entusiasmo vero a mi padre contar historias de su puta mili en un Sáhara de 1975 digno de Coppola: dunas, helicópteros, jaimas, lejías, tatuajes, cartas a la novia, mariquitas, Polisario, la ominosa Marcha Verde... Llevo haciendo la imaginaria (dicho sea en toda su acepción) con una escoba al hombro desde la tierna infancia.
A veces me pregunto por aquel rito de paso, aquella experiencia varonil iniciática que usurpaba a los muchachos de su entorno, pero los devolvía teóricamente hechos unos hombres. “¡Una buena mili!”, es lo que aún hoy se desea a los tipos incapaces de tomar las riendas de su vida. No deja de ser tremendo que se equipare el crecimiento personal de los hombres a los valores castrenses, y que lo castrense sirviera para acabar de destetar a mozuelos; no creo que sea esa misión de ejércitos. Para aprender a pelar papas, trabajar con primor, ser buen amigo, saber el número de pie de la hija y cuidar de sí mismo, sobran los fusiles. Cosa extraña: las muchachas, para convertirnos en mujeres no tuvimos necesidad de hacer la instrucción. Pocas cosas hablan más alto de la infame segregación de género en la formación personal de generaciones enteras. Por si persisten los vientos de guerra: no a la mili. Ni obligatoria, y ni mucho menos universal.
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