Lo cierto es que, en un principio, pensé escribir sobre la corona británica, tema harto difícil de abordar pues, a estas alturas, tras la recentísima muerte de la principal representante de aquella empresa, la reina Isabel II, debo suponer que, tras el abordaje informativo que se ha producido, desde todos los lugares y medios informativos de todo el mundo conocido y posiblemente sin precedentes ni parecidos en la historia del periodismo mundial, pocos aspectos de esa familia real deben de haber quedado vírgenes.

Pero no hubiese sido mi pretensión, exactamente, hablar de esa familia que, por cierto, jamás mostró, ni en la actual ni en las anteriores generaciones, la menor simpatía sincera por nuestro país y sus gentes. Sin embargo, no ya las empresas informativas, ni siquiera las cabeceras de los diarios de nuestro país, sino los periodistas, los profesionales de la información en general y en número inaudito, hemos desplegado tal cobertura en torno a esta familia y a la inmensa y casi grotesca parafernalia funeraria, tras la muerte de aquella soberana y la coronación de su sucesor que, inopinadamente -o no- se ha mostrado; dejando al descubierto la inmensa catetez de muchísimos informadores que se han prestado, como corderitos sorprendidos por el lobo feroz, a difundir y formar parte de ese aparato publicitario de la decrépita grandeza de la empresa Windsor y de todo el teatrito que el menguante Imperio Británico tenía preparado, minuciosa y detalladamente, para cuando se produjese el momento de la muerte de la reina Isabel. Se ha vendido carnaza informativa en cantidades mucho más que industriales y hemos tenido -perdóneseme por la expresión- reina muerta hasta en la sopa.

Si el periodismo tiene una vertiente degenerativa por exacerbada, ejercida por quienes hacen un uso ético muy discutible profesionalmente de la libertad de información y de expresión -conocidos por paparazzis- y a los que se ha llegado a acusar de haber podido, con sus coercitivas formas, ser causantes posibles del accidente automovilístico que costó la vida, en su día, a la princesa Diana de Gales, primera esposa del hoy flamante rey Carlos III de Inglaterra, la desmesurada cobertura informativa que venimos padeciendo en las últimas jornadas; no sólo con la anuencia, sino con la complacencia de la empresa de los Windsor; está resultando ser una paliza ¿informativa? propinada a todo el vecindario, dramática, ridícula por excesivamente teatral y hasta hiperbólica por exagerada. No es la muerte de la reina del mundo, como parece que quieren hacernos creer.

Al final, sí, he acabado hablando de algunos aspectos de aquella familia real. Al menos de cómo se les hace ver, desde lo que se ha convertido en una galería de espejos, cóncavos y convexos, de caseta de feria. ¿O no?

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