Salud, alegría

En este año aciago esas dos claras palabras se han vuelto más necesarias que nunca

En los verbos latinos salvere y salutare está la salud o el deseo de salud, que como en otras lenguas antiguas y modernas, incluida la nuestra, dio su nombre al saludo. Los griegos usaban para lo mismo un verbo similar cuya raíz se ha conservado en el término castellano higiene, aunque disponían además de la fórmula jáire, o sea alégrate, traducida en la liturgia cristiana como salve o Dios te salve. Para evitar la mención a la divinidad, especialmente en los adioses, los viejos republicanos decían salud a secas, expresión aparentemente innovadora pero no menos tradicional, que sigue un patrón reiterado en muchos idiomas indoeuropeos. Ambos conceptos, salud y alegría, eran expresamente invocados en las tarjetas con las que Agustín García Calvo y su primera mujer, Josefa Ballestero, felicitaron a sus allegados por Navidad entre los años 1955 y 1964, este último inmediatamente anterior a la sonada expulsión de la Universidad y el consecuente exilio parisino, con originalísimos villancicos que han sido reunidos por Juan Bonilla en una edición no venal, Para la parroquia de los buenos amigos, donde podemos leer las sorprendentes composiciones del maestro -llenas de piedad hacia los vivos y los muertos, con maravillosos ecos de esa lírica arcaica que tan bien conocía- seguidas de un memorable poema, Jesús con la cruz a cuestas, en el que el poeta le pide al Señor -"no andes esa vía, hombre, / no trabajes por tu muerte tú"- que se aparte de su destino prefijado. Lejos de las implicaciones soteriológicas, referidas a la salvación de las almas, que también tiene la palabra, la salus deseada por los remitentes se presenta en las canciones de García Calvo como algo inseparable de la alegría, una alegría elemental e incontaminada de adherencias trascendentales, hondamente apegada a la tierra. Sabía mucho, el gran pensador y poeta zamorano, pero eligió el desacostumbrado camino, repleto de paradojas, de mimetizarse con la voz del pueblo sin nombre y hasta el propio, según es fama, solía ponerlo entre interrogantes. Vano propósito, pues su yo indeseado o su renuente autoría se reconocen en cada verso de unos villancicos que aspirando a la anonimia no dejan de ser característicamente suyos. Acompañan bien unas Pascuas tan distintas de otras, los propios poemas, con su raro y delicioso aire intemporal, y sobre todo los buenos deseos de la dedicatoria. En este año aciago de encierros, temores e incertidumbre, de besos y abrazos proscritos y duelo -no se olvide- por los demasiados miles que no están ya entre nosotros, esas dos claras palabras, salud y alegría, se han vuelto más necesarias que nunca.

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