Saber irse es complicado. Hay quien se aferra al sillón hasta la extenuación y es frecuente encontrarse a quien no acepta que su tiempo puede haber pasado. Hay también quien se niega -seguramente lo justo sería decir que nos negamos- a reconocer que las nuevas generaciones pueden aportar aire e ideas frescas y que lo correcto es dar un paso atrás. Es difícil irse, de cualquier sitio, en el momento justo y de modo adecuado.

Si a lo largo de nuestra historia reciente alguien lo ha hecho es el presidente Rajoy, al que quizá sobraron los últimos minutos de presidencia y su, en mi opinión, equivocada decisión de no dimitir que algún día, espero, alguien explicará y que habría cortado el paso al más dañino de los políticos que ha dado España en los últimos cuarenta años. Pero, con ese único borrón, su marcha fue ejemplar: sin cobrarse venganzas, sin reproches, sin reclamar nada y con ejemplar naturalidad pasó del oropel de la Moncloa al de su despacho profesional, sin dramas, lamentos ni navajazos y, sobre todo, sin deslealtades posteriores.

Tan ejemplar conducta no es lo frecuente que sería de desear. Desde quienes aplican la máxima del "me voy cinco minutos antes de que me echen" y encima se ponen dignos y criticones (el abandono de la política por una locuaz antigua ministra popular, ocurrido con al menos ocho años de retraso, es un ejemplo paradigmático) hasta quienes exigen nombramientos (y lo peor es que en ocasiones los obtienen) para cualquier clase de cargos para los que dudosamente están capacitados o para los que hay gente más preparada en la organización, es frecuente que las salidas sean traumáticas.

Si lo primero resulta difícil de evitar, y más en veteranos en su día ebrios de poder, erradicar lo segundo debería formar parte del ADN de cualquier formación política: es obvio que, por desgracia, no sólo no se ha erradicado sino que es la tónica en muchas ocasiones, que provoca el escándalo del electorado y las desmoralización silenciosa de las militancias. Es un mal extendido a izquierda y derecha.

El riesgo que se intuye en el horizonte inmediato, con elecciones de todo tipo en apenas es unas semanas, no es solo que haya quien se vaya de mala manera o que no quiera irse y se le consienta, sino también lo contrario. Que los conflictos internos, las rencillas personales y las primarias ya generalizadas (que quizá no sean tan buena idea como parecía) expulsen con la excusa de la renovación a quienes merecen mantenerse en las listas y en los puestos de gestión e impulsen a quienes presenten como principal mérito la obediencia a los nuevos poderes establecidos. Inspirado en el programa, programa que decía Anguita, hoy habrá que decir capacidad, capacidad.

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