Debe ser una tremenda gozada retirarse de lo que uno hace muy bien, a un nivel superlativo, admirado por todos por el palmarés apabullante que atesora y por la calidad de su juego, en el momento que libremente decide. Es cierto que Pau Gasol acumulaba lesiones por llevar tantas veces al límite máximo su cuerpo y no lo es menos que la edad le convertía ya en un veteranísimo jugador, apurando, aun sin lesiones, los márgenes de la excelencia. Ha dicho adiós. Pero la pau viene, intuyo, porque no ha dicho basta.

Si después de toda su carrera, y tras estos días de multitud de líneas escritas glosándola, invirtiese el espacio de esta columna en insistir en que se ha marchado el más grande baloncestista de la historia del país, posiblemente me divertiría recordando lo mucho y bueno que ha ganado: aquel tapón imposible, aquel mate espectacular, o aquel juego generoso de cualquier partido importante. Yo me divertiría, sin duda. Pero no quiero eso, lo que quiero es decir lo que yo he aprendido viendo a Pau por si eso le sirve a quien sea. Me gusta el Pau gigante, el Pau ganador, el Pau triunfante, pero me encanta el Pau que pierde, el que se achicó mediáticamente en las sequías de títulos, cortas pero intensas, en sus dos décadas de profesional; el desaparecido de los focos, en ocasiones; el que chasqueaba la boca en las derrotas tontas. Y me encanta porque siguió. Porque Pau Gasol no es solo un magnífico pívot encestador, es algo más, tanto que habría que inventarle una palabra. Pau es un insistidor.

Pau no dijo basta nunca. Pudo parar por las circunstancias físicas; incluso, por las relaciones comerciales o económicas de las franquicias para las que jugó, que pudieron chocar con los intereses de la selección y, seguro, del aficionado. El Pau que se conocía en los focos pudo parecer ausente si no jugaba, pero no lo estaba. Andaba machacándose discreto en una cancha, entrenando, o en una sala de recuperación, acelerándola, para estar disponible cuanto antes y, entonces, darlo todo otra vez. Muchas veces darlo todo resultó ganar, pero muchas, también, significó no hacerlo, a pesar de exprimirse como un limón. Y cuando la victoria regalaba sonrisas, la derrota compartía con el triunfo el día después: ganase o perdiera, al día siguiente, la vuelta al tajo, al trabajo sin luces; con el Pau ausente, o con el Pau rutilante, daba igual: el Pau que siempre estaba, se viera o no, era el currante. Ese Pau no es el nuestro, el nuestro probablemente es el victorioso de palmarés orgulloso. Ese Pau es su patrimonio.

Tanta paz lleves como dejas, reza el refrán. Pau se la lleva toda. El baloncesto resta, al menos, dieciséis maneras de hacerlo genial. Pero, alejado del foco, me temo, que el Pau currante convertirá su mundo sin balón en una cancha. Y ojo que ahí también gana y yo quiero verlo.

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