Septiembre tiene muchísimo de inicio, como poco, de reinicio. Empieza el curso, la temporada, los proyectos, un año nuevo en la práctica. Septiembre tiene eso, que todo vuelve, es una segunda primavera. Es un mes consentido, que funciona igual con todas sus letras o perdiendo una para ser setiembre: otra música, otra poesía.

Empezando, que es gerundio, se sabrá que setiembre, entonces, es también cosecha, más propiamente final de la cosecha, para recibir los frutos del trabajo y la paciencia previos. Lo del trabajo sé que tenemos que ponerlo en solfa porque con un nivel de exigencia impostada, tan hipócrita como puritano, podremos decirnos (para bien quedar) que nunca es bastante. Lo de la paciencia es harina de otro costal: tenerla hay que tenerla, sin duda, pero qué difícil nos lo ponen las circunstancias, siempre adversas, siempre sorpresivas, siempre ajenas. Me explico con un ejemplo: cualquiera que esté en edad de merecer para uno de los ritos más genuinos de los otoños iniciáticos en estas latitudes (entrar en la universidad) está pendiente todo el verano anterior de lo del título de arriba, ni qué decir de los dolientes progenitores 1 y 2 del sujeto (sujeta, sujete, cool, posmoderno, ultraprogre, contraheteropatriarcal), a ver si el individuo, la niña, el niño, o lo que menos ofenda y más se acerque a su condición y circunstancias, puede por fin entrar en la de su elección y voluntad (y tomarse una Cruzcampo fresquita contemplando en Sevilla el mar del Guadalquivir, un poner, que cada cual cuenta el cuento según su historia) de una puñetera vez.

Hay veces que el reinicio ideal que setiembre trae no es tal, sino continuación de las mismas contingencias aparcadas en agosto. Superado el stand-by del mes sin nada, ¡bendita ocurrencia de estío!, se agota la normalidad y la resiliencia se pone a prueba con las listas de resultas, denominación neutra con el tufillo despectivo de darte la oportunidad que buscas de caga-lástima. El mamporrero del sistema dirá que no es la nota de corte, sino que la nota es corta. Al palco lo mando, que habla sin saber. Visto así, no me dirán que no se rompe la magia.

Escribía de trabajo y de paciencia. Con lo segundo sometido a un test de estrés miserable y lo primero sobrevalorado en exceso (porque currar, se curra, y los límites deberían calibrarse en términos de aprovechamiento y esfuerzo dispuesto en lugar de las convenciones cómodas que aceptamos, borregos, en procesos complejos y oscuros) prometemos una tierra a la que a veces se llega y a veces no, que pone en riesgo el setiembre chulo que reivindico.

Conclusión corta: al carajo. Todos pasamos. Las notas de corte son una chorrada. Lo importante es volver sin miedo a encontrarse a los mismos tontos arriba que abajo. Ya ajustaremos cuentas poco a poco. Ahora, a recomenzar. De buen rollo. La niña bonita que inauguro repite que, si se quiere, nos leemos.

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