He pasado recientemente por la peluquería. Nada de lavar y marcar, era una visita de las otras, una de esas citas de horas. Eternas me resultan -falta de paciencia como tacha la mía, lo reconozco-. De cepillado y división de mechones, de mezclas químicas, de decoloración y papel de plata, rollos de aluminio y montañas de papel Albal en el carro adjudicado. De minutos de subida, de esperas, de matizador y mascarilla. De masajes no pedidos, largos, en el lavacabezas, de segundo y hasta un excesivo tercer lavado. De desesperar.

Hay quien lo disfruta enormemente, otras lo asumimos y lo afrontamos como podemos. Frivolizando por redes, entre Instagram y Facebook me hallaba cuando el sillón de atrás fue ocupado por una lista, lista. La muchacha había leído todo lo publicado sobre las babylights, las balayages o unas tal melting. También sabía de henna pura versus Olaplex o botox. Yo no entendía nada, pero atenta la observaba en el juego indirecto de miradas cruzadas por espejos enfrentados. Sabía tanto que estaba a un par de tutoriales de ponerse las mechas sola, pensé yo. El estilista en cuestión bandeó la situación como pudo, contestó a todo y yo percibí solvencia, pero yo no sé nada, claro, y la lista iba a pillar. Una angustia de clienta, vamos. Tanto, que yo me guardé cada resoplido de desesperación por empatía con el peluquero. Quise abrazarlo, pero entre la capa de plástico y su efecto invernadero, la toalla con la pinza que tensiona, la mascarilla con gomillas chorreantes y el covid, descarté la idea.

Y es que los listos son incómodos para todos. Cada vez que abrimos la puerta y entra un listo, nos sentimos en tensión, por miedo a que, si rasca, encuentre algún desconchón o laguna en nuestro saber. Como el que aborda el aula y percibe alumnado formado, como el sumiller al descorchar e intuir conocimiento en el comensal o el que atiende consulta jurídica de quien sabe más derecho que cualquier magistrado. Los listos nos ponen a prueba y, a veces, contra las cuerdas. Diferenciando necesariamente el listo del impertinente, del sabiondo y del tocapelotas, nos incomodan los listos porque su listeza pone a prueba la nuestra y nos pone en tensión. Preguntones molestos.

Al sentarnos frente a un listo, al hablar o hacer ante una lista, nos sometemos a una fastidiosa evaluación; pese a lo incomodo, son esos precisamente los que ayudan a superarnos. Son los listos los que nos hacen crecer y mejorar. Son una incomodidad útil y necesaria.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios