Intimidad

La permisividad moral que reina en la calle no disuade a los que se meten en la intimidad de la gente

Costó gran esfuerzo conquistar un refugio íntimo en el que habitar al margen de la mirada escrutadora de celosos inquisidores. Cultivar tu intimidad, sin que los otros hurguen en ella, fue un logro tan valioso como había sido separar, en la vida política y social, lo privado de lo público. Tal victoria se difundió por los mismos años ilustrados en los que Voltaire exigía una tolerancia que permitiera a cada uno vivir, en su hogar, a su libre albedrío. El propio Voltaire dio ejemplo, aislándose, en la frontera francosuiza, para convivir en gozosa intimidad y sin asechanzas exteriores, con una sabia aristócrata, ya casada, mientras ésta, a su vez, disfrutaba entre las paredes del palacio, de un joven amante, con el beneplácito de Voltaire. Pero aquella conquista social, el primado de la intimidad, siempre ha tenido furibundos enemigos, prestos a denunciarla y a reducirla, atemorizando. Basta leer los manuales para confesores, escritos en el siglo XVIII, y reeditados después por el hispanista Gerald Dufour, para comprobar la obsesiva manía por escudriñar cada pliegue y repliegue de la sexualidad de los fieles. Nada, ni de hecho ni de pensamiento, quedaba excluido de tan minucioso como morboso escrutinio. Pero tanto esta clerigaya, como sus posteriores seguidores y especialistas laicos, con su impertinente curiosidad, rendían hasta cierto punto una especie de homenaje a esas escenas íntimas en las que no podían dejar de husmear. Porque una inconfesable fijación les obligaba a estar siempre hablando de lo mismo. Pero, en los últimos años, por desgracia, han surgido nuevos inquisidores con las mismas ansias de husmear. Estos, con el recurso de una cierta prensa, redes sociales y el altavoz de la política, han convertido airear la intimidad de personas y colectividades en rentable mercancía. Es decir, los refugios que, cada uno caprichosa y legítimamente se fabrica para conjugar sus sueños, tentaciones y deseos, se ven asaltados, sin recato alguno, para destruir adversarios y enemigos. La permisibilidad moral que, por fortuna, reina en la calle no disuade a los que, faltos de un mínimo pudor se meten en la intimidad de la gente, para legislar, reglamentar y clasificar sus gustos y costumbres; provistos, además, de esa ciega ingenuidad que les empuja a querer fijar y apresar los oscuros objetos del deseo. Un deseo siempre nómada como pudieron comprobar, durante siglos, tantos frustrados inquisidores. Sin embargo, ahí están estos nuevos inquisidores, queriendo descorrer todas las cortinas, para eliminar el espacio de una intimidad que tanto costó alcanzar

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