Elena

Siempre mostró un gran sentido del deber y la responsabilidad, valores que tanto echamos de menos en nuestra sociedad

Este sol de primavera que preludia los días más grandes se ensombreció el domingo pasado, cuando nos enteramos del fallecimiento de Elena, nuestra vecina, sencilla, entrañable, siempre sonriente, y baluarte del programa para personas sin hogar Levántate y Anda de la Cáritas de San Vicente, en Sevilla, donde tuve la fortuna de conocerla en nuestra ruta de los miércoles. Era menuda y andaba bordeando la ochentena, aunque no los aparentaba para nada, pues en actividad, capacidad de entrega y disposición nos ganaba a todos. Desde el primer día admiré su facilidad natural para relacionarse con la gente que habita en la calle (los que conocen un poco el medio saben que no siempre es sencillo) con una mezcla de elegancia y simpatía que todos agradecían, porque los gestos se aprecian tanto más cuando se hacen de verdad.

Me gustaba tirar del carro con el zumo y los caldos que ella previamente había calentado, mientras en el camino me contaba orgullosa las cosas de su familia. Así, de semana en semana, supe que era viuda desde hacía ya unos años, y que tenía varios hijos ya casados y algunos nietos con los que le gustaba quedarse ejerciendo de abuela. Por estas fechas hablábamos de la Semana Santa, de las cofradías del barrio, de la hermandad del Buen Fin donde salían sus nietos… Cuando se acercaba el verano, le gustaba instalarse en un campito que tenían por Mairena, creo recordar, y había que convencerla para que se quedara allí y no bajara los días más calurosos de julio, pero se resistía. Siempre mostró un gran sentido del deber y la responsabilidad, valores que tanto echamos de menos en nuestra sociedad.

Un buen día, mientras hacíamos nuestra ruta como tantos otros, me comentó así de pasada, como si tal cosa, que le habían visto "algo" en una prueba médica, y que se temía podía no ser bueno. Efectivamente, pronto nos confirmó los peores augurios, y pocas semanas después dejó de salir, dejándose notar ya en su cada día más frágil organismo los estragos del tratamiento. Jamás noté en ella tristeza, queja, ni siquiera reproche, sino todo lo contrario: fortaleza, entereza y dignidad. Lo propio de una mujer fuerte, responsable y profundamente cristiana. La terrible enfermedad, ay, siguió haciendo su macabro trabajo, y hoy ya los que algún día, aunque fuese tarde, tuvimos la suerte de tratarla, sólo podemos darle las gracias a Dios por ponerla en nuestro camino. Descanse en paz.

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