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Mi amigo Juan se asombra de que yo vaya al trabajo leyendo por las calles y no me haya chocado aún con una farola, le desconcierta que en mis paseos con una novela en las manos haya afinado una suerte de intuición que me permita mantener la mirada en el libro mientras avanzo en mi itinerario, y que no me haya tropezado aún con una loseta levantada, no haya cruzado de forma temeraria una carretera y provocado taquicardias a algún conductor de autobús al aparecer en su campo de visión de forma inesperada, como la chica de la curva pero con mejor color de piel, o que no haya pisado ninguna caca de perro, que en mi barrio florecen como las amapolas. A mí también me sorprende que, absorto en mis páginas, no me haya estampado en un escaparate ni me haya clavado un bolardo en la espinilla y acto seguido me haya abalanzado sin querer sobre algún turista (no sería la primera vez que el mobiliario urbano me pone una zancadilla y que yo, incapaz de controlar mis movimientos, me lanzara a los brazos de alguien como en una comedia romántica accidentada).
Yo admito que es raro este equilibrio que tengo mientras ando y leo por las calles, porque es soltar el libro y vuelvo a ser el tipo más patoso del mundo. Y lo digo porque el otro día me superé a mí mismo. Me pegué la torta de las tortas, que me perdone Inés Rosales, y, como hacen los hijos no reconocidos de Peter Sellers, aquello ocurrió delante de un montón de gente. Les cuento cómo pasó, aunque mientras escribo esto me sonroje (bien mirado, siempre voy a tener mejor color que la chica de la curva). Me habían invitado al Flamenco Festival de Londres y esperaba que empezara la función de Tocar a un hombre, la (estupenda) obra del bailaor Julio Ruiz y el bailarín Javier de la Asunción. Un espectador me pidió que nos cambiáramos el sitio, porque él iba acompañado, y yo acepté, lo que significaba desplazarse al otro extremo de la fila. Decidí ir por abajo y pasar por delante de todo el público, pero con las prisas no reparé en una parte del telón que sobresalía, y, plas, aunque aquí haría falta una onomatopeya más sonora, practiqué el salto sin red ante todos, también ante los intérpretes, que aguardaban para empezar su actuación. (Y luego tenía que entrevistar a los artistas en los camerinos, qué bochorno). En otra ocasión, en una historia de trabajo, me la pegué mientras corría para coger un autobús, y todos los viajeros fueron testigos del señor trompazo. Se ve que los hijos de Peter Sellers nos caemos así, a lo grande, ante la mirada de todos, sin remedio, como dicen que cayó Constantinopla.
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