Bartolomé nació en el seno de una familia religiosa y muy humilde. Sus padres, Bartolomé y María de la Encarnación, tuvieron once hijos, a los que educaron en el cristianismo. Cuando cumplió 26 años se casó con Francisca, con la que tuvo cinco hijos, a los que también educó en la fe de sus mayores. Bartolomé soñaba con ser profesor de escuela y para ello se preparaba, un sueño que no llegó a cumplir tras estallar la Guerra Civil, ese sin sentido que sacó lo peor del ser humano. Bartolomé, que no profesaba ninguna idea política, era el sacristán y sochantre de la iglesia de su pueblo. Tal y como cuenta Miguel Varona, director del Secretariado Diocesano para las Causas de los Santos, el pueblo fue tomado el 14 de agosto de 1936 por una compañía de las fuerzas gubernamentales del Ejército de la República, ayudada por unos milicianos de Madrid y de los pueblos de alrededor. Aquel día se hicieron prisioneros a la mayoría de las más de 180 personas que serían asesinadas en los diez días siguientes, entre ellas, los cuatro sacerdotes del pueblo, José Camacho, Antonio Luque, Francisco Barbancho y Lorenzo de Medina. Ante ese panorama, Bartolomé podía haber huido al campo, pero no lo hizo, estaba convencido de que su sitio estaba en la iglesia.

Como Varona relata, el día 15, muy temprano, Bartolomé fue a la parroquia, a pesar de que le advirtieron de que no fuera, pero él dijo que su obligación era ir porque quería preservar las formas del sagrario de una probable profanación. Entró y cerró las puertas por dentro. Poco después llegaron tres monaguillos. Gente armada con hachas y martillos derribó la puerta principal del templo parroquial. Bartolomé, intuyendo lo que podría suceder, se fue inmediatamente al sagrario, y él y uno de los monaguillos consumieron todas las formas consagradas. Aquella gente prendió fuego al retablo central y a los altares e imágenes de las capillas del templo parroquial, con Bartolomé todavía dentro del mismo. Una de las mujeres que había entrado en la iglesia animó a perseguir al "fascista comehostias", tal y como lo llamó, justo después de que, con un pañuelo en la boca para resguardarse de la intensa humareda, el sacristán hubiera podido salir de la iglesia. Uno de los acompañantes de la mujer acabó disparando sobre él. Su cuerpo fue recogido con unas horcas, echado sobre un carro y llevado al cementerio donde fue quemado. Posteriormente fue arrojado a una fosa común, donde también acabarían los cuerpos de varios de sus hermanos y sobrinos. Bartolomé es uno de los 127 mártires a los que la iglesia acaba de beatificar en Córdoba. Estos días he leído verdaderas barbaridades con tintes políticos sobre el asunto; es una pena y una falta de respeto. Bartolomé y sus familiares, como tantos otros, no fueron exterminados por unas creencias políticas, sino religiosas.

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