La Rayuela
Lola Quero
La fiesta de Alvise
Cambio de sentido
Sonada es la frase de Karen Blixen, “la cura de todo es el agua salada: el sudor, las lágrimas o el mar”. Santa palabra. Tales cataplasmas de aguasal me las he aplicado siempre instintivamente, sobre todo las lágrimas que, miradas al microscopio, son preciosas y distintas en función de si son de pena, de alegría o de cocodrilo. El sudor lo trabajo menos, por flojera, y el océano menos de lo que quisiera, pues siempre he vivido en lugares sin puerto de mar. Para muchas gentes de interior, entre las que me cuento, el mar es un exceso, una barbaridad, una especie de estado de ánimo. Da un poco de miedo. Consulto para ustedes en mi diccionario predilecto, el de símbolos, qué es el mar. Cuenta Juan Eduardo Cirlot que se considera “la fuente de la vida y el final de la misma”.
Lo pensaba en estos días de calor inclemente: no hay sofocón, confusión, cansancio, aturdimiento, desamparo, rasponazo, grito muscular o cicatriz que no desaparezca o amaine de súbito con el revolcón de una ola. Se emplea menos tiempo, energía y dinero en tomar un autobús, llegar a una playa, zambullirse y volver a casa untada en salitre, que en seguir en pie sin la terapia marina. Receta válida para casi todos los meses del año.
No seré yo quien vaya a una playa en agosto y se queje del mogollón de gente que hay en ella, pues no se me olvida que yo también soy gente y, por ende, la estoy petando. Con no ir en estas fechas o hacerlo en plan escaramuza es suficiente. Cada vez en más playas andaluzas están multando por arrojar colillas al mar, poner altavoces, usar la sombrilla como pica en Flandes, ducharse allí con gel, champú y colonia, y aportar tu gotita de pis a la meada de meadas que constituyen los primeros metros calentitos de la orilla. Sumémosle a eso la capa de pringue de las cremas solares y su impacto ambiental en el medio marino, y que, por mucho que me lo proponga, no sé salir del mar como sale Halle Berry en La Caleta en la peli de James Bond: emergemos entre motos acuáticas, espumarajos y compresas con alas submarinas. Así no hay quien sane con la gracia de la sal. Llegará el día en que no haga falta tanta normativa, porque los bañistas y los propios gestores de las playas practicarán por sí mismos el respeto a los demás y al medio, sagrado, en que nos sumergimos, renovándonos. O no. Quizá sigamos despreciando el mar, las playas y el disfrute de los demás hasta que nos vayamos todos por el desagüe. Que ya está hasta el tridente el fiero Poseidón.
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