No era difícil de predecir. El órdago soberanista catalán iba a provocar en el conjunto de la opinión pública española un aumento de las posiciones radicalmente opuestas. Así lo certifica el último barómetro del CIS: crece notablemente el número de españoles partidarios de derogar el vigente sistema autonómico. La postura recentralizadora, que en 2015 defendía sólo un 9% de la población, alcanza hoy un apoyo cercano al 21% de la misma.

No hay alarmismo en lo que expongo: el centralismo es una alternativa tan asumible y democrática como cualquier otra. Hay ejemplos históricos de estados profundamente centralistas (Francia, por ejemplo) que presentan un intachable currículum en la defensa de las libertades; otros en cambio (acuérdense de la URSS), federalistas en el nombre, enmascaran dictaduras execrables.

No se trata, por tanto, de arrimar el ascua a sardina ninguna, sino de constatar que los sentimientos mutan y que incluso las estructuras teóricamente más asentadas pueden llegar a resentirse cuando el modelo se somete a tensiones insensatas. Abierta la caja de Pandora, rotos los consensos constitucionales, son tan probables, y por supuesto tan legítimas, las explosiones como las implosiones.

En estos momentos, según el estudio citado, se distinguen en nuestro país tres opciones básicas: un 29,3% puede encuadrarse en el grupo de los centralistas (por ahí respira el 20,3% que propugna suprimir las autonomías y el 9% que desea que éstas tengan menos competencias); el 49% es definible como claramente autonomista (de ellos, el 36,4% se siente cómodo con el actual diseño y el 12,6% está más de acuerdo con aumentar las competencias autonómicas, llegando al federalismo, aunque sin romper la unidad de España); y una última, minoritaria, que satisface al 9,7%, dispuesta a apoyar el derecho de autodeterminación de cualquier territorio que lo demande. Naturalmente, aunque de todo hay en ambos lados del espectro, el centralismo gana adeptos en la derecha y, por contra, autonomistas y rupturistas suman mayoría en la izquierda.

La novedad es, pues, que tres de cada 10 españoles empiezan a replantearse eso de adelgazar al Estado, de multiplicar costes y ordenamientos y de santificar taifas. El accidental Puigdemont puede añadir otro mérito a su trashumante carrera política: el de resucitar un centralismo que, hasta ahora silente y vergonzante, no duda ya en proclamar que prefiere lo centrípeto a lo centrífugo.

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