Apoteosis del odio

El odio a los judíos se extendió e hizo fuerte por toda Europa durante siglos, sin necesidad de un Estado judío

Mientras escribo van llegando noticias que hacen crecer las posibilidades de que el bombardeo del hospital de Gaza que ha dejado, por el momento, más de quinientos muertos, sea imputable a una de las facciones palestinas en liza. Si ese extremo se confirmara –y preparémonos para recibir las informaciones más contradictorias–, se abriría un interrogante decisivo: ¿error funesto, pero nada sorprendente toda vez que son cientos los misiles disparados cada día, u operación diseñada para mitigar el impacto mundial de las matanzas de judíos y, además, incendiar definitivamente todo el Próximo Oriente? A nadie se le oculta que este es un objetivo acariciado por Hamas y sus patronos iraníes. Ante el estallido que se puede provocar, ¿qué importan las vidas de unos cuantos cientos de seres humanos? Palestinos que, además, pasarían inmediatamente a la superior y, al parecer, muy deseable condición de “mártires”.

Es completamente inútil acudir a la historia para buscar el origen del conflicto que desde hace ya casi un siglo opone a judíos y árabes en Palestina. Existe desde antes de la creación del estado de Israel y no cesaría con su transformación impensable en un estado no sionista ni judío, sino aconfesional, como tampoco con su aún más improbable desaparición. El odio a los judíos se extendió e hizo fuerte por toda Europa durante siglos, y especialmente en el muy liberal y progresista siglo XIX, sin necesidad de que hubiera un estado judío. Sabemos muy bien cómo terminó esa historia, anunciada con tantos precedentes de expulsión y persecución desde siglos antes, desde la Inglaterra de los Plantagenet y la Francia de los Capeto a la Rusia de los Romanov. Con esa experiencia a cuestas, ¿podemos los europeos desconocer lo que hay detrás de la apoteosis del odio al que asistimos horrorizados el pasado día 7?

Me parece altamente simbólico que la creciente marea de violencia feroz, directa e indiscriminada frente al enemigo, que no se detiene ya ni ante mujeres ni niños, esté coincidiendo desde hace años con la rápida descomposición de las viejas cristiandades orientales. Judíos y musulmanes, en distinto grado y en distinto modo, sólo están de acuerdo en una cosa: en propiciar la desaparición del cristianismo de Tierra Santa y de los países adyacentes. Pero el día en que el Dios del perdón deje de recibir culto allí donde nació y murió, habrá muchas menos razones para la esperanza y la paz.

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