Visto y Oído
Celebración
el poliedro
Si la Antropología trata del estudio de los estilos de vida y la sociología de su análisis científico, acordemos que el más jugoso laboratorio antropológico y sociológico que usted y yo hayamos vivido puede fecharse -de forma variable según la zona del mundo- entre finales de 2019 y, deseablemente, el año pasado. Emergieron circunstancias, usos y hasta nuevas costumbres de la mano de la letal del Covid-19: según las series estadísticas dignas de algún crédito, este virus causó varios millones muertes extra en el planeta en este periodo. Hay quien fue más feliz que nunca en el llamado confinamiento en el hogar, pero hay quienes fraguaron aceleradamente su divorcio en esos meses de reclusión o cuarentena, palmas al atardecer, engorde generalizado y videoconferencia. Hubo quienes retomaron la lectura, y no pocos lograron hacer ejercicio en su sala de estar tras esperar semanas y semanas a que les llegaran por courier -uno de los bastantes negocios que se pusieron las botas- unas mancuernas, una elíptica y un juego de bandas elásticas. Con igual aprovechamiento y paranoia, o sea, trastorno del juicio, cursamos un máster poco oficial en virología y lucha contra la epidemia, en la que las filias y fobias políticas hicieron su agosto.
Fueron los tiempos del surgimiento real del teletrabajo, forma laboral y organizativa que antes de la pandemia era más bien un objeto de conferencias de consultores y aplaudidas -sólo eso- propuestas de gestión de recursos humanos. Poco más había sido esta forma no presencial de trabajar en empresa, y más en un país de calientasillas y echahoras que temen cual vara verde la vuelta al hogar a media tarde. O que se ven subrepticiamente tiranizados por unos jefes carentes ya de otra existencia; especialistas en programar reuniones vitales más tarde de las cuatro de la tarde. Vitales para sus propias vidas de workaholics improductivos (recordemos que, ceteris paribus, la productividad crece cuando el tiempo de ejecución es menor para una misma tarea; cosas del cociente entre inputs y outputs: cuanto menos se meta para sacar lo mismo, mejor). El teletrabajo, por otro lado, es posible o no lo es: ningún ferrallista o camarero trabaja desde casa, al menos de momento; por el contrario, en otros trabajos ocasiona notables ahorros de costes fijos y variables, sin olvidar los impactos medioambientales de millones de commuters (no existe una palabra buena en español para "viajero diario al trabajo"). Mueve los cimientos de la supervisión directa, vaciando el sentido de algunas jefaturas, y ello provoca reticencias y frenos a los ahorros del teletrabajo. Esta práctica puede ser objeto de escaqueo; eso depende no sólo de la propia profesionalidad del trabajador, sino también de la capacidad de control digital, con sus posibles patologías: el abuso de intrusión a tiro de móvil de algunos jefes. El afán de inspeccionar el proceso de trabajo -y no su resultado- por parte de la dirección puede desembocar en un hipercontrol contrario a la creatividad y la motivación, así como a los derechos personales de la parte más débil en el conducto escalar.
Si "el teletrabajo ha venido para quedarse" fue un aserto dudosísimo, más pronto que tarde deberá ser una obligación para muchas formas de trabajo, al menos una obligación a tiempo parcial. Por una razón con poca marcha atrás: el talento de los jóvenes profesionales de cualquier nivel no va entrar por la vereda presencialista ni va a aceptar el aliento permanente de su pastor de organigrama en su cogote. Querrá ser valorado por su capacidad de analizar, resolver y decidir, y no por el número de horas que eche en tales tareas. Si esta aspiración de conciliación y calidad de vida no les es respetada, se irán a otra empresa. Una empresa mejor.
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